Fuera de las películas realizadas por Luis Buñuel durante sus dos décadas en México, la época dorada del cine mexicano había permanecido en gran medida sin representación en las plataformas de cine en línea. Recientemente, la retrospectiva de la obra de Roberto Gavaldón que dio la vuelta al mundo ha provocado una reevaluación de su carrera, pero el redescubrimiento de este maestro en gran parte olvidado, solo resalta la multitud de películas que aún esperan ser desenterradas de nuestro gran cine nacional. Entre muchas rescatamos dos tesoros de la época de oro, Una Familia de Tantas de Alejandro Galindo y El esqueleto de la señora Morales de Rogelio A. González bajo el guión de Luis Alcoriza quien hace una adaptación del cuento de misterio escrito por Arthur Machen a inicios del siglo XX.
Estrenada en 1949, Una Familia de Tantas comienza como un melodrama doméstico tradicional, con el patriarca Rodrigo (Fernando Soler) dirigiendo su hogar con la misma precisión con la que equilibra los libros de su empresa. Sus exigencias parecen, al principio, algo razonables, aunque sí, un tanto estrictas (la puntualidad en las comidas y los toques de queda nocturnos son de rigor), pero eventualmente la naturaleza rígida de su disciplina católica pasa a ser solo la superficie. Hay un trasfondo de perversidad en su obsesiva necesidad de control, particularmente en la incesante vigilancia hacia su hija Maru de 15 años (Martha Roth), y la presión que ejerce para considerar a su primo mayor, Ricardo (Carlos Riquelme), como futuro marido; al tiempo que establece como regla de oro, estrictamente observada, que a ningún hombre se le permitirá la entrada a la casa sin estar él presente.
Si bien Galindo no llega a vincular el piadoso reinado autoritario de Rodrigo sobre su esposa y sus hijas como una depravación sexual subyacente, (como ciertamente lo habría hecho Buñuel), hace un uso simbólico del espacio doméstico como un dominio intachable del patriarcado. La primera mitad de la película se desarrolla casi exclusivamente dentro del ámbito de lo familiar, con composiciones claustrofóbicas que subrayan los sentimientos de un encierro físico y psicológico bajo el control de Rodrigo. Breves respiros permiten que el hijo y la hija mayores, Héctor (Felipe de Alba) y Estela (Isabel del Puerto), se escapen hasta la puerta principal para besarse con sus respectivos amantes, pero el miedo y la paranoia colectivos inevitablemente los llevan de regreso al interior para evitar la ira de su padre.
La prueba de autoridad de Rodrigo se intensifica aún más cuando un comerciante, Roberto (David Silva), intenta venderle a Maru una aspiradora y, por si fuera poco, seducirla. Esta visita interrumpe el supuesto e indiscutible dominio casero del gobierno patriarcal, la llegada de Roberto funciona como una penetración metafórica de la fortaleza de soledad del padre y el comienzo de una usurpación de la moralidad establecida por una visión de modernidad y cambio en la forma del hombre moderno y seductor. La desestabilización gradual de la estructura familiar tradicional termina con la expulsión de un miembro de la familia y, en última instancia, lleva a Rodrigo y Gracia a salir de la casa por primera vez como una reconfiguración silenciosamente negociada de la dinámica de poder de la familia.
Ahora, si hay una implícita crítica a la moralidad católica en la película de Galindo, en el filme El esqueleto de la señora Morales de Rogelio A. González el aínomo de repudio a las moralinas mojigatas se manifiesta como casi el único y explícito objetivo de su desprecio. Escrita por Luis Alcoriza, quien colaboró con Buñuel en varias de sus obras realizadas en México (como Él y El ángel exterminador), la película de González critica despiadadamente las hipocresías tanto de la iglesia como de sus seguidores, con un ingenio igualmente mordaz y un humor cáustico como uno esperaría del gran Buñuel. Pero en este caso, es la matriarca Gloria (Amparo Rivelles), cuyas rígidas creencias ideológicas ejercen un sentido palpable de soberanía en el hogar que comparte con su esposo taxidermista, el Dr. Morales (Arturo de Córdova). Sin embargo, mientras Rodrigo, a pesar de todos sus defectos, parecía totalmente sincero en sus creencias católicas, Gloria es mucho más intrigante y propensa a la hipocresía al utilizar sus ideales puritanos como medio para torturar mentalmente a su marido.
Desde robar el dinero que el Dr. Morales esconde para sus propios deleites (que casi se reducen a comprar una moderna cámara fotográfica) para donarlo a la iglesia, hasta arruinar el pequeño gozo de disfrutar un buen bistec hasta los placeres del sexo, reprendiéndolo siempre por la naturaleza repugnante de su trabajo.
Gloria emplea una serie de tácticas atroces para negarle a su marido los placeres simples de la vida. La permanente tortura psicosexual se vuelve aún más inextricable cuando Gloria aprovecha incesantemente su rodilla desfigurada para explotar esta insana relación co-dependiente.
Para entonces entendemos y se justifican esos intentos cada vez más desesperados del Dr. Morales por escapar de un matrimonio altamente disfuncional. Esta película expone los efectos corrosivos como una forma de automartirio mojigato que surge de los supuestos religiosos doctrinarios mezclados con una dosis poco saludable de celos y resentimiento. Pero en lugar de inclinarse hacia la misoginia potencial de esta configuración, González dirige la trama directamente hacia el reino de lo macabro, sondeando las profundidades de la depravación humana con un aplomo deliciosamente descarado y de humor negro.
Así, sucede lo que el título ya nos revela, el Dr. Morales planea con una estrategia maquiavélica el asesinato de su mujer y con total descaro muestra el esqueleto sobre el que está trabajando que visiblemente tiene una rodilla deformada. De inmediato las vecinas chismosas hacen público la desaparición de Gloria y el Dr. Morales es arrestado. El cierre de la película es tan esperado como insólito.
El ojo perspicaz de González, revela no sólo la naturaleza engañosa de los demasiado devotos, sino que ofrece una crítica mordaz de una sociedad invadida por reprimidos y desposeídos.
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