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Se empujaban, mordían raíces y balaban a media voz hasta que la noche las dormía al unísono.. No eran muchas, una población que oscilaba entre las veinticinco y las treinta, dependiendo de los nacimientos y la necesidad de banquetes en días festivos. Pasaban sus días deambulando de un lado a otro de la cerca. Detrás de una de las colinas que forman las sierras de Sidivizzu vivía un rebaño de ovejas, con su pastor.
Una vez al día, el pastor las sacaba a comer brotes frescos de otras zonas. Era el único momento en que conocían algo más que su pequeño mundo. Las sacaba por un enorme portón, quedándose atrás para evitar que alguna quedara rezagada. Les daba unos golpecitos a las ancianas que rezongaban al caminar. Las ovejas más viejas se sabían de memoria los lugares de pastoreo. Las más jóvenes, en cambio, salían disparadas. Les tomaba un par de días aprender que Faccizi, el perro del pastor, las iba a detener en seco con una velocidad que les costaba comprender.
El perro, sin compasión, luego rodearía al grupo corriendo de un flanco a otro evitando que cualquiera salga del pequeño recorrido.
En la lejanía, juntas, parecían una nube.
Todos conocían la rutina. Llegaba el pastor, sacaba las ovejas, ellas salían despacio para evitar las dentelladas de Faccizi y se mantenían juntas y ordenadas. Era media hora de caminata para llegar a los pastizales del lado sur de la colina.
Allí, los pastos eran tan verdes y tiernos como en cualquier otra parte de la sierra pero al pastor le gustaba ese lugar en particular porque tenía una gran roca donde podía sentarse.
Desde ese lugar vigilaba de reojo al rebaño mientras disfrutaba la vista de la arbolada que nacía al pie de la montaña. Dejaba a Faccizi como líder del rebaño, se alejaba unos metros y se acomodaba en la piedra. Llenaba su pipa y cada tanto, mientras afinaba la mandolina, veía a los animales moverse de a pasitos mordiendo los pastos. Los únicos movimientos rápidos se daban por las mordidas y el mal humor del perro ovejero.
La rutina se venía repitiendo por años casi sin interrupciones. Las pocas veces que algo extraño sucedida era generado por una de las pocas ovejas con nombre. Él no ponía nombres a todas sus ovejas, pero había identificado tanto a algunas de ella, que no podía evitar bautizarlas. A una de estas, la responsable de los problemas, la llamó "Baku". Era fácil de reconocer, portaba una capa de lana que superaba en dos o tres veces a la de sus compañeras. Esto era así porque el escándalo, las patadas y las mordidas que repartía a la hora de esquilarla hicieron que el pastor muchas veces, por cansancio, la dejara ir. Además, Baku era por demás inteligente y aprendió rápido a evitar que le quitaran su lana.
Astuta, se la pasaba gran parte del tiempo revolcándose en cualquier suciedad que tuviera a mano hasta pasar de ser un gran bollo de lana a una yesca gigante y rasposa. Se pensó varias veces en darle muerte para que al menos su cuerpo sirviera para ser especiado y puesto a las brasas. Pero el astuto animal también supo evitar ese final. Esto fue involuntario, cabe aclarar. Baku era muy flaca por estar siempre corriendo de un lado a otro del corral y los pastizales o empujando por horas las maderas de la cerca. Gracias a esto, también desarrolló cierta musculatura que dejaba en evidencia una carne dura y poco apetitosa.
Con su engañoso tamaño de puro pelaje y los músculos desarrollados comenzó a tener la confianza necesaria para enfrentarse, incluso, al temido Faccizi. Sus primeros escapes fueron frustrados por el can cuando ella era una simple borrega desbordante de coraje pero sin otras armas.
Le quedaron tatuadas las marcas de los colmillos en las patas y el hocico.
Pero con el tiempo, la oveja aprendió a defenderse. Empezó a usar el estilo de pelea típico de un canino aprendido de Faccizi y lo combinaba con cabezazos y patadas que improvisaba en el momento.
Nadie llevaba la cuenta en ese valle, pero las fugas de Baku llegaban a las ochenta y cuatro. Nunca pudo ingresar a su destino final, el bosque que nacía al final de las sierras. Un lugar donde podría perderse para siempre. Hacerse paso entre sus compañeras se le hacía pan comido. Ya sabía arreglárselas con Faccizi, el problema era que no podía escapar del pastor. Este dejaba a un lado la pipa y la mandolina y la atrapaba del cuello con un lazo en plena carrera. Así era en cada oportunidad. La traía al rebaño a la rastra entre gruñidos feroces. Y una vez que la metía en el corral, le daba una paliza salvaje frente a todas las demás.
Faccizi se unía al linchamiento mordiéndola por cada rincón que encontraba libre.
Sin embargo, Baku siguió escapando una y otra vez, aunque terminaba en el mismo final. La soga estrangulando su lanudo cuello y la posterior paliza. Había intentado de todo. Se escapó de forma violenta y corriendo a toda velocidad, se escapó con sigilo escondiéndose a cada paso que daba, incluso aprendió a abrir el corral para huir por las noches cuando todos dormían.
Pero era inútil, el pastor siempre divisaba ese punto gris que era Baku en el horizonte y la traía del pellejo al corral.
El hombre no temía dejar al rebaño cada vez que salía a la caza de la rebelde. Incluso se llevaba a Faccizi para que rastreara el inconfundible olor de la fugitiva. Tenía confianza en la obediencia de sus animales. Y, además, contaba con la ayuda de Hama, otra de las pocas afortunadas que cargaba con un nombre. Hama era el antónimo de Baku, y se ganó su nombre por medio de la buena conducta.
Hama no daba mucha lana y era bastante flaca y desgarbada como para comerla. Pero disfrutaba de privilegios a los que solo mascotas como Faccizi accedían. Por su obsecuencia, el pastor la dejaba que se alejara hasta las zonas de las flores cuando sacaba al rebaño a pastar. Ella nunca recibió una mordida del perro ya que su dueño lo entrenó para que no la molestara.
El resto de la población, con la poca inteligencia con la que contaba, entendió que ser como Hama era lo más conveniente. Dedujeron que siendo como ella recibirían mejores tratos del pastor, así como también, evitarían los ataques del terrible perro.
Ninguna imitó nunca las actitudes de Baku.
Nunca la ayudaron, tampoco intentaron detenerla, solo la ignoraban. Se corrían a un lado dejándola que pasara con libertad y le daban la espalda cuando veían que abría el portón para escapar una vez más.
En el pasado Baku les balaba lo más fuerte que podía. Les rogaba a sus hermanas que se aventuran junto a ella a la escapatoria. Pero todo el rebaño, que aprendió a ser como Hama, nunca se movió del corral ni del espacio que Faccizi les marcó en los pastizales.
Con el paso de los años la marca impoluta que Hama dejó impresa en sus hermanas convirtió al rebaño en uno de los mejores de la región. El pastor apenas si las vigilaba.
Las ovejas se guiaban solas del corral a los pastos cercanos y viceversa con un comportamiento de milicia. Faccizi, un poco más viejo, empezó a comer en abundancia y hasta se permitía unas siestas en pleno pastoreo. Un comportamiento antes imposible. Lo único que cortaba la constante paz lograda era, una y otra vez, Baku con sus intentos de escape.
Aunque estos eran cada vez más escasos y menos complicados de evitar para Faccizi y el pastor, seguían siendo una molestia.
Hasta que un día el hombre, harto de su propio hartazgo, más viejo ya, decidió que no dejaría pasar una travesura más de Baku.
Si se animaba, sería la última.
Fue una tarde de pastoreo como tantas otras, y en un momento, la oveja rebelde se apartó del grupo y pasó corriendo por al lado del viejo perro cansado que, aunque la escuchó, no tuvo reflejos para detenerla.
Corrió la pobre Baku lo más rápido que pudo hacia la arbolada. Un deseo que tuvo por años. Como cada vez que dirigía allí su escapatoria, creía fervientemente que llegaría y sería libre por fin.
El pastor se levantó de su piedra con parsimonia. Con movimientos lentos fue dejando cada cosa a un costado. La pipa, la mandolina, su chaleco de hilo. Tomó la soga que usó miles de veces con el animal, pero además esta vez se acomodó con cuidado su revolver en la cintura.
Baku le sacó una ventaja que jamás había podido conseguir. Esta vez sentía que la libertad era más real que nunca. De pronto, tres disparos rápidos retumbaron en el valle. Los pájaros de los arboles cercanos levantaron vuelo. Otros dos disparos se escucharon segundos después y un último arrojado solo para vaciar el tambor.
El tercer balazo impactó en la pata de Baku, más por suerte que por puntería, y la hizo caer en el suelo, su rostro se arrastró un par de metros por el pasto. Fue atada del cuello y de las patas. El hombre la arrastró con descuido como si fuera un saco de verduras podridas. La llevaría de nuevo hasta su preciada piedra, ahí cargaría una bala más y atravesaría el cráneo del animal para acabar de una vez por todas con las molestias que ocasionaba a la perfecta armonía del rebaño.
El pastor subió la colina con esfuerzo. La edad, la inclinación y el peso de Baku le complicaban todo mucho más. Con un jadeo incesante llegó al pastizal. Solo lo esperaban cinco ovejas del rebaño, entre ellas Hama.
El pastor dejó caer primero el revólver y después el cuerpo de Baku que balaba sin pausa. Algo extraño había pasado. Faccizi, el perro guardian, yacía boca arriba sobre un charco de sangre oscura entre los altos pastos del lugar.
Su cuerpo estaba cubierto de miles de huecos hechos por pequeños cónicos, pero poderosos dientes.
Las cuatro ovejas esperaron unidas detrás de la figura de Hama, que ahora, por fin, se había rebelado. Todas habían cambiado la actitud. Los disparos les hicieron actuar antes de lo pensado. Hama no podía permitir que Baku muriera. Todas parecían otras.
Permanecieron firmes con la mirada clavada en las pupilas del hombre. No se inmutaban ante la presencia del hombre que siempre las llevó de un lado al otro. Ya no balaban sino que gruñían. Le asomaban del hocico mechones de pelos del perro.
Y ahora Hama era una nube moteada de manchas rojas, todas sus compañeras se limpiaron la sangre en ella después de la pelea con el perro.
El pastor se quedó estático ante la imagen. Lo único que movía con velocidad era el pecho al respirar, lo más hondo que podía, para calmar los nervios. No se animaba a darles una orden. Las ovejas gruñían por lo bajo, mordisqueaban y se mecían en el lugar. Esperaban algún movimiento de Hama que no dejaba de mirar fijo al pastor.
El hombre giró levemente la cabeza hasta notar algo extraño al pie de la colina. Acompañó con el cuerpo el movimiento de la cabeza para ver mejor y comprobar cómo el resto del rebaño bajaba en orden hasta la arbolada que nace al pie de la colina. El hombre, terminó de rotar su cuerpo y dio unos pasos hacia donde miraba.
Por primera vez en su vida, no sabía bien qué hacer con el rebaño.
Un grito se escuchó con fiereza y, al girar, el pastor notó que Hama se le acercó. Las demás gruñían enseñando los pequeños conos que formaban su dentadura.
El rebaño se encontraba ya dentro del bosque. Se movían por el lugar sin separarse mucho. Masticaban los desconocidos pastos nuevos y algunas frutas que ya no eran admitidas en los árboles. Todas giraron al ver Hama ingresar al bosque. Tras ellas venían las otras cuatro hermanas del rebaño. Otra vez, manchadas de sangre.
Traían a Baku como podían.
La oveja rebelde caminaba con dificultad por los golpes y la bala en su pata. Pero era contenida por las demás que marchaban en un paso parsimonioso.
Sobre la colina, el cuerpo del perro ya sucumbía al rigor mortis.
Unos pasos más allá, el pastor se encontraba en la misma posición. Las costillas y los huesos del cráneo flotaban sobre una aureola de sangre. Su mano sujetaba el revólver aún caliente y con olor a pólvora.
En su desesperación final, la única bala que pudo disparar al aire cayó en alguna parte de los montes de Sidivizzu.
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