Carlos Velázquez, Despachador de pollo frito
Ediciones Sexto Piso
Universidad Autónoma de Nuevo León,
México / Monterrey, 2019.
En la literatura de Velázquez todo es retorcido. Si hay gore, éste es rosa. Si hay humor, éste es descabellado. Si hay amor, éste es un pretexto para el abismo. Pero la existencia de sus personajes no es una excentricidad inextricable, son seres comunes y corrientes que son arrastrados hacia la infamia por la tan irresistible atracción fatal, como le puede ocurrir a cualquiera de nosotros.
Despachador de pollo frito, quinto libro de relatos de Carlos Velázquez, nos lleva por una serie de protagonistas y entornos en donde la mentira y las triquiñuelas; el travestismo y la dipsomanía; el delirio y la enfermedad; la ruina y los desastres emocionales, configuran a través de su inconfundible prosa cáustica, sonora y veloz, un universo mordaz que termina siendo un espejo despiadado en el cual incluso el lector más escéptico se verá seducido y hechizado. Un detective privado mexicano recibe la inaudita encomienda de desenmascarar a un falso Paul McCartney, un cinéfilo y sensible godín recibe un revés kármico a su prolongada carrera como rompecorazones, un director de orquestas xenofóbico con su propio pueblo llevará al borde de la locura a la comunidad de Tatahuila por sus conflictos con la autoridad, un travesti verá su vida arruinada a partir de una úlcera rectal que lo conducirá al camino de la redención pseudo-evangélica y un despachador de pollo frito arrastra una disputa con su jefe a un péndulo de venganzas y revanchas en donde el propio cuerpo será usado como el campo de batalla principal. En estos cinco cuentos, Velázquez maneja a su entero placer el devenir de estos seres cuasi fantásticos de tan desposeídos, con un magistral manejo de la estructura y la forma que reverencia a los grandes maestros del género. Sin dejar nunca el sentido del humor como punta de lanza, conduce las tramas a partir de una premisa encantadora y envolvente, en donde todo mundo soltará una carcajada rotunda.
Parodia, grotesco y humor
Por Alejandro Arteaga Martínez
Desde que conocí a Velázquez gracias a su Biblia Vaquera (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2008), su prosa revelaba su intención de querer innovar. A uno de mis estudiantes de entonces le pareció un texto francamente sorprendente. Recuerdo su emoción cuando me habló de su experiencia como lector, pero también de su decepción cuando, en el círculo de lectura que dirigía en su comunidad, encontró más bien apatía. Al pensar juntos en qué pudo haber pasado, llegamos a la conclusión de que los recursos paródicos de la Biblia Vaquera dejaban fuera a muchos lectores que no podían establecer las comparaciones necesarias para reconocer el humor que pretendía Velázquez.
Conforme se nos fue presentando el trabajo de Velázquez —casi todo gracias a Sexto Piso, a partir de la reedición de la Biblia Vaquera (Sexto Piso, 2011)—, fuimos descubriendo que a la parodia se sumaba el humor negro y lo grotesco. La marrana negra de la literatura rosa(Sexto Piso, 2010) demostró la eficiencia de tales recursos y el camino autoral por el cual Velázquez se había decantado. Hasta ahora, me parece que Velázquez ha consolidado esa técnica narrativa.
En Despachador de pollo frito, Velázquez vuelve a lo grotesco, a la parodia y al humor. Los cinco relatos que integran este libro se construyen sobre estos recursos como en "La vaquerobia del apocalipsis (Cagona Star)", pero me parece que hay un tema cuya presencia no había visto antes: la homosexualidad. Y la forma en la cual lo aborda Velázquez resulta, si se quiere, bastante chocante en el marco estructural descrito. Así, por ejemplo, el pésimo director de orquesta Schade se nos presenta como un bisexual con todos los rasgos negativos bien sabidos en la cultura machista: un neurótico prepotente, depredador sexual, travesti, etcétera. Esta imagen tan estereotipada reaparece también en Despachador de pollo frito, donde el protagonista —un joven empleado de una franquicia de pollo frito— es atosigado por su nuevo jefe. Por casualidad, descubre un "secreto": el hijo del jefe es "un gordito afeminado con el cabello pintado de lila". Al aprovecharse de esta información, el protagonista cree tener a su jefe en sus manos, pero obviamente las cosas no son tan sencillas.
La exageración contribuye a la creación de lo grotesco. El despachador de pollo que se come hasta las sobras que la clientela deja; la diarrea permanente de la Cagona —un empleado de supermercado—; o la obsesión de Schade por dirigir su orquesta vestido como personaje femenino de manga japonés, son ejemplos de cómo Velázquez magnifica un rasgo de sus personajes hasta deformarlos. Con esto conseguido, el relato se presenta como un espejo de defectos y frente al cual reírse sin olvidar que cualquiera puede ser como esos personajes. El arte como espejo social, en pocas palabras.
Por lo anterior —lo grotesco, la parodia, el humor—, los relatos de Velázquez tienen un grado alto de irreverencia. ¿Pueden resultar incómodos? Pueden, sí, pero es una incomodidad planeada, como ocurre en la prosa de Pedro Juan Gutiérrez (pienso en, por ejemplo, su Trilogía sucia de La Habana), aunque al final vemos la fiera crítica social; o como ocurre, claro, en la airada prosa de Fernando Vallejo, en ambos casos la sexualidad, el humor, la violencia no dejan de provocar una sonrisa incómoda.
Recuerdo ahora incluso el comentario de una compañera de trabajo (poeta, se definía), quien solía acompañar a su madre cuando ella veía la barra de espectáculos de la televisión vespertina: me contaba cómo le parecían insoportables "los putitos" de un programa de chismorreo, y lo decía con una voz tan seria y cargada de veneno, que uno no sabía si reír o dejarla hablando. Esa incomodidad.
Apunto una cuestión más: la incontinencia verbal de Vallejo puede acabar por ser monótona, aunque su fuerza se mantenga a lo largo de varias páginas y varias obras, sin que ello demerite la ferocidad de la crítica que se propone. Es decir, el recurso puede agotar al lector fiel.
El Despachador de Pollo frito (Fragmento):
Su único tema de conversación era la comida y sus derivados.
Era un geek, pero Mr. Bimbo no sólo coleccionaba juguetes como otros ñoños. En su cuarto, de pie sobre una repisa, descansaban bolsas de Cheetos de distintos años. Había amasado esa pequeña fortuna sentimental a pura fuerza de voluntad. Por las madrugadas luchaba por no devorarlas y no era la caducidad vencida lo que lo detenía. Cada que salía una nueva presentación destinaba un ejemplar a su museo personal. Sus días de descanso los consagraba a sacudirles el polvo a los paquetitos sin abrir.
Puro mugrero, lo regañaba su madre.
Son vintage.
La gente normal adora santos, tú colocas tilichero en un altar.
Algún día valdrán una fortuna, se defendía Mr. Bimbo. Los venderé y con el dinero que gane montaré un puesto de chili dogs.
Ciertos días doña Soul se ponía más intensa de lo habitual con el tema de la prueba. Para esquivarla, Mr. Bimbo salía de KFC y se refugiaba en un lote baldío. Destapaba una coca cola chiquita y mataba el tiempo fantaseando con vivir solo.El descampado era un cementerio de botellas vacías de refresco. Mr. Bimbo era un fundamentalista. Tenía la convicción que la coca chiquita sabe mejor que cualquier otra presentación. En ocasiones se tomaba cuatro o cinco, a la espera de que comenzara la telenovela favorita de doña Soul. Eran los únicos momentos en que se olvidaba del fantasma de la diabetes que rondaba a su hijo.
En KFC todos los empleados se servían refresco indiscriminadamente de las máquinas dispensadoras. Excepto Mr. Bimbo. Evaristo estaba intrigadísimo. ¿Un gordo que no bebe refresco? Era como un gay al que no le gustara la verga, deducía. Le pesaba nunca atraparlo con un vaso rebosante de coca. Necesitaba pretextos para correrlo. No se atrevía a echarlo a la brava. Antes de su llegada Mr.
Bimbo era la estrella. Y no quería verse como un culero frente a los otros dependientes.
Un sábado por la tarde Mr. Bimbo descubrió el motivo por el que su jefe lo despreciaba tanto.
¿Disculpa, se encuentra Evaristo Paredes?, preguntó un gordito afeminado con el cabello pintado de lila.
¿Quién lo busca?
Su hijo.
El muchacho era un otaku. A Mr. Bimbo le brillaron los ojos como si tuviera enfrente una pechuga de pollo empanizada de oro. Entendió entonces la raíz del coraje perene de Evaristo. Y que desquitara su frustración precisamente con él.
Momentito, se excusó y abandonó su puesto en la caja registradora.
Pasó junto a las freidoras con una sensación de triunfo, como si acabara de ganarse una dotación vitalicia de roles glaseados.
Toc toc, pronunció con tono malicioso frente a la puerta abierta de la minúscula oficina.
Evaristo estudiaba en YouTube unos videos sobre pesca.
Qué puñetas quieres, Mr. Bombo.
Yo no ocupo nada. En el mostrador está un gordito muy mono. Dice que es su hijo.
Chingaos, soltó encabronado Evaristo y salió disparado de la silla como si hubiera escuchado que acababa de producirse un choque espectacular en el semáforo de la esquina. Aferró al otaku del brazo y lo jaloneó hacia fuera del local.
Qué mierda haces aquí, Samuel, eh, sabes que tienes prohibido pararte en mi trabajo, eh, eh, le recriminó mientras lo zarandeaba.
Mañana es cumpleaños de un compañero, le van a partir un pastel en clase y nos obligan a todos a comprarle un regalo.
Puta monserga con la escuela, cómo nos exprimen.
En mi cumpleaños a mí también me regalaron.
Sí, puras mamadas de ánime. Ni uno fue para darte un balón de futbol, una gorra, ropa o algo útil.
Dame dinero.
Y por qué no se lo pediste a tu mamá.
Porque en la mañana le cayó la señora de la tanda y se quedó sin un varo.
Me lleva la fregada, puras fugas, como aquí, que los pinches empleados se tragan el pollo a mis espaldas.
Evaristo sacó su cartera y le extendió tres billetes de cien.
Es todo lo que te voy a dar, me vale si completas, pero es con la condición de que me acompañes a la competencia de pesca en marzo.
Papá ¿me das un paquete de cuatro piezas?
No, ni madre, gritó y sacó otro billete. Ten, lárgate. Vete a otra sucursal, a McDonald's o Burger King pero aquí no entres.
El otaku se alejó, Evaristo sacó un cigarro, lo encendió y mientras le daba una calada reparó en que Mr. Bimbo estaba de pie en la puerta de mirón.
Qué carajos haces aquí, Zenón. Pinche niño chichón y metiche, explotó.
Admirando que el otaku tiene los senos más grandes que yo.
Óyeme bien, pendejo, lo sentenció, como hables mal de mi hijo con el personal te voy a poner una madriza. Estoy a punto de correrte, no le busques pinche chichona, o de una patada en el culo te mando hasta conciliación y arbitraje, le gritó en la jeta y se metió al KFC.
Mr. Bimbo no se amedrentó. Sabía que acababa de recibir carta abierta para robar pollo frito a su antojo. Si Evaristo se atrevería a despedirlo se encargaría de propagar que se avergonzaba de su hijo. A cualquier otra persona no le habría importado que se regara la sopa, pero Evaristo Paredes era un perfeccionista. Era pulcro con su apariencia, siempre bien fajado, zapatos boleados, las uñas impecables. El otaku era el recordatorio permanente de su defectuoso ambiente familiar.
Tras el incidente Evaristo eludió a Mr. Bimbo la semana entera. No deseaba una confrontación. Desde su llegada a la sucursal era la primera vez que se encontraba en desventaja en el marcador. Mr. Bimbo volvió a sus prácticas habituales. Colectaba todas las sobras que dejaban los clientes en una cubeta y las llevaba a casa.
Además de las piezas que sustraía de manera hormiga cada turno. Su mandíbula no descansaba. Friera pollo, trapeara o atendiera la registradora lo veías masticando.
Su régimen comenzó a hacerse notar en su peso. De cuerpo del Osito Bimbo pasó a la complexión del monstruo de malvavisco de los Cazafantasmas. Doña Soul estaba alarmada.
Ay, mijo, no pases por afuera de la farmacia que van a querer rentarte como botarga del Dr. Simi.
Mr. Bimbo recobró la felicidad que había perdido desde la llegada de Evaristo. Todo era tranquilidad en la sucursal. Hasta que semanas después se hizo el inventario. Faltaban doscientas pechugas...
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