Grabado de Raúl Soruco
Se sabe que, en el industrial siglo XIX, quedaron grabadas dos de las principales formas de resistir el curso de la vida moderna: la apatía y la pereza. Herman Melville consagró las dos obras más importantes al respecto: Bartleby, el escribiente y Moby-Dick. Mientras la primera consigna una acción de parálisis irónica y rebeldemente derrotada, "prefería no hacerlo", la segunda obra muestra al capitán mítico que trata de derrotar a la naturaleza, pero termina vencido ante un hecho intemporal: "todo se desplomó, y el gran sudario del mar siguió meciéndose como se mecía hace cinco mil años".
Desde esta perspectiva, la pereza, al igual que el tedio y la apatía, es un acto de resistencia frente al curso industrial del mundo. Se impone frente al universo como una nostalgia vencida y apenas sabia: no actuar. Es una actitud de adolescentes y muchachas no núbiles; el cuerpo crece, reposa, se estira y, con lentitud, se perfecciona, al tiempo que se niega a ser parte del sentido maquinal, cooperativo e industrioso del mundo.
Por el contrario, se potencia la desidia, la negligencia, la lentitud en los actos y hasta en los dramas. Con mayor violencia, crece el rechazo, la oposición, la inactividad plena. Ya en abierta floración de la pereza, se da la repugnancia por el mundo y por uno mismo, la indolencia y la animosidad, ya sea activa o pasiva. Fuerte y redonda, sabe y gusta de murmurar el monosílabo mágico: ¡No!
El grado último de la pereza es la aspiración a lo inerte, a lo muerto, a lo incierto, de ahí su identificación con las nubes y con los peces.
La utopía de la quietud es el agua, por eso siempre hay que canalizarla, pues, al salir de madre, el agua lo intenta regresar todo a un estado de quietud natural, como la que imaginamos al ver a los peces y a las nubes.
La pereza, pues, coquetea en síncopa con la memoria del vientre materno y con el suicidio.
Los fondos planos y los colores fuertes, curiosamente, esconden la pulsión de la pereza. Ese pecado no sólo capital, sino activo contra el capital. Las intervenciones violentas de esos espacios nos hacen creer en los mundos laboriosos y diligentes, pero no es así, tras ellos siempre está lo holgado, aquello que se deja llevar por el viento, y lo haragán, aquello que sabe moverse con la pereza cósmica del animal.
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