Mauricio Cervantes*
Fue Calimaya la tierra donde nació Guadalupe, mi abuela materna, hace poco más de un siglo. Pasadas mis primeras 13 primaveras, un accidente me postró durante algunos días en cama. El diagnóstico de mi abuela es que tuve un susto, por lo que me sometió a una práctica en la que acompañó sus conjuros con agua y flores, para hacer despertar mi espíritu del sopor en que estaba sumergido. En el patio de su casa crecían distintas plantas medicinales cuyos atributos aprendió con su seguridad de sus propias abuelas.
Buscando a la familia Segura, una de las últimas que tejen rebozos de aroma de luto, viajé en una ocasión a Tenancingo, a escasos kilómetros de Calimaya. El rebozo de aroma se tiñe con huizache, planta con la que presumiblemente se obtenía la tinta negra de los códices. Al revisar entonces fotos de Calimaya y descubrir que se había incorporado sin dignidad ni gracia a la mancha suburbana de la capital del Estado de México, renuncié a visitar el pueblo de mi abuela. Tuve que reservar para otra ocasión la dimensión mítica de las plantas y los eventos curativos de mi infancia. La oportunidad la encontré en el deseo por honrar el legado de los pueblos originarios de nuestro continente, con la excusa calendárica que nos remonta el 13 de agosto de este año a la caída del imperio mexica -azteca o tenochca- en 1521.
Descubrí asombrado que, a diferencia de plantas como el maíz o el maguey, el nopal no tiene asignado un curul en los panteones mesoamericanos, a pesar de su importancia en el mito fundacional de México – Tenochtitlan. Después de 200 años de deambular por tierras de Aridoamérica, tribus que un día salieran de Aztlán encontrarían el símbolo descrito en las profecías para detener su marcha secular: un águila parada sobre un nopal devorando una tuna. Afirman los lingüistas que tenochtli es una tuna de piedra, mientras que algunos mitólogos la asocian a un corazón sangrante que se conectaba con sus raíces al inframundo, para fundirse con la esencia del águila que la devoraría. Miradas más reduccionistas dirían que el símbolo expresa la supremacía del águila, de estirpe solar, frente al nopal, de linaje vinculado a la luna. La incorporación de la serpiente es posterior a la conquista y es difícil disociarla de la derrota del mal, expresado en más de una ocasión en la iconografía cristiana por el ofidio.
Más allá de las miradas colonizadoras para la explicación de estos símbolos, lo cierto es que nopales y tunas han poblado nuestros paisajes desde tiempos en los que los grupos humanos vivían de la caza y la recolección, muchos milenios antes de que se escribieran las primeras páginas de las cosmogonías mesoamericanas.
La falta de evidencias físicas -en forma de cenizas o con restos de sus tejidos- en cuevas y excavaciones arqueológicas en México, no es motivo para descartar de la dieta antigua alimentos como quelites, hongos y por supuesto nopales, deshidratados en el mayor de los casos.
Al imaginario con el que rindo tributo a la suculenta del mito fundacional, con el conjunto de documentos apócrifos titulados Los códices de Calimaya - sumo entre otros a chapulines, maiceros y abejeros, así como el uso ceremonial del cacao.
Lo que fuera el antiguo palacio de los Condes de Santiago de Calimaya, en el centro histórico de la capital del país, es ahora el Museo de la Ciudad de México. Desde su edificación en el s. XVI se dejó al descubierto en una de las esquinas que dan a la calle, la cabeza de una serpiente que fuera arrancada al Gran Teocalli, el templo mayor de los antiguos tenochcas. De ellos y de quienes les antecedieron, quedan infinidad de prácticas y preceptos que nos recuerdan que es posible concebir mundos para tratar cual pares a todos los individuos y especies que los habitamos.
cervantesmauricio@gmail.com
* Artista visual. Premio al Mérito Ecológico 2017