Dos historias se entrecruzan en El Reino, del escritor Emmanuel Carrère, quien acaba de obtener un premio adicional: una es la de su fugaz coqueteo con la religión católica; la otra es su exploración más o menos histórica en torno a Pablo y Lucas, narradores apostólicos del Nuevo Testamento. La intención de hacer este ejercicio de paralelos no es demasiado clara, pero se supone que debería de funcionar como una suerte de confesión – cuando no excusa – de por qué Carrère no alcanzó el Reino, así, con mayúscula, pues se trata del reino de Dios en la tierra.
Carrère es un autor exitoso al que le gusta serlo, lo que no solo reitera repetidamente a lo largo del libro, sino que interpreta como un escollo de su fe. Presenta esta novela como una confesión, pero en verdad se trata de una comedia de engaños, como cuando matiza el 'error' que cometió al abandonar impulsivamente el trabajo como guionista de la serie de zombies 'Les Revenants'con su gran acierto de hacer una traducción modernizada de la Biblia, anécdota impregnada de falsa modestia cuyo objetivo es endilgarse de autoridad sobre el aspecto 'histórico' de su libro. Cuando le cuenta a su amigo Fabrice Gobert que está escribiendo sobre los orígenes del cristianismo, a Fabrice le brillan los ojos y dice que eso parece de Philip K. Dick, autor favorito de ambos. Carrère contesta que sí, que parece de Dick, y que esta historia de ficción "es también lo mismo que Les Revenants".
No es fácil sacarse de la cabeza la comparación entre unos zombies millenial y la resurrección de Cristo, pero resulta que eso apenas es el comienzo. Más allá de la habilidad literaria con la que Carrère hilvana sus dudas y las que (él supone) tuvieron los apóstoles, a todo lo largo del libro da la sensación de que está tratando de probar su punto con demasiado empeño. Contar sus experiencias onanistas especulando sobre si la madre de Jesús se masturbaba es más de impertinente adolescente con ganas de escandalizar que una reflexión que agregue sustancia al relato de su apostasía personal. Comparar las diferencias que (él supone) hubo entre los apóstoles con las purgas ideológico-políticas de Stalin no es solo un reduccionismo ramplón, sino que en vez de aclarar oscurece el relato y su contexto histórico. Que a Carrère le resulte imposible creer en la resurrección es muy su asunto – ni está solo, ni es original – pero escudarse en Maccoby para comparar a Jesús con el 'Che' Guevara lo único que logra es despertar serias dudas sobre si el escritor de verdad sabe algo acerca del 'Che', o de Jesús.
Luego está la pedantería autosuficiente con la que machaca, como si los lectores fueran idiotas, que en tiempos de Cristo nadie sabía que estaba viviendo en la era d. C., o la petulancia de afirmar que entonces "la gente era crédula, la ciencia no existía", como si "la ciencia" fuese una invención del siglo XXI. Lucas mismo – olvida el autor, que dice saberlo todo de su personaje – era médico, y desde luego que en el tiempo histórico en que vivió ya había siglos de erudita investigación 'a.C.'. Carrère descalifica la extraordinaria Memorias de Adriano de Marguerite Yourcenar por su forma de escribir historia "a la vez ingenua y altanera" y en cambio opina que la suya propia "encaja mejor con la sensibilidad moderna, amiga de la sospecha, del lado oscuro y de los making of". ¡Cuánta verdad en su autodiagnóstico! Mezcla de novela histórica, ensayo, testimonio y thriller en el que el principal protagonista en realidad es el autor, El Reino es un buen ejemplo de la literatura de la posverdad, en la que resulta posible decir cualquier barbaridad sin sustento alguno en hechos y aún así obtener reconocimientos y premios.
Uno de los mayores problemas de El Reino radica en la fragilidad de la hipótesis en la que descansa su teoría acerca de las incongruencias entre las Epístolas de Pablo y los Hechos de los Apóstoles, que Carrère interpreta como señal inequívoca de que Pablo y Lucas mentían sobre la resurrección. Tendría que haber tenido en cuenta su trabajo como guionista: es un lugar común de los programas de detectives que cuando los testigos mienten, sus declaraciones son homogéneas. En cambio, los testimonios desiguales siempre son indicadores de veracidad.
La prosa excesiva y deshilvanada de El Reino y las conclusiones apresuradas del autor no ayudan a entender el objetivo real de la novela. Detrás del cinismo que varias veces asfixia la narración, lo que asoma es una cierta nostalgia melancólica. Igual que el joven rico de los evangelios, Carrère también toma la decisión de dar la espalda a Jesús: aturdido por el brillo del dinero y el éxito, ansioso por satisfacer la sensibilidad del making of, se arrodilla ante un falso dios, que no es otro que Carrère. Por ello, el punto de inflexión en su crisis de fe es la noticia de que un niño de cuatro años, tras una fallida operación, ha quedado sin posibilidad de comunicación. Carrère se encoleriza, se ofusca, llora como un desgraciado, sin poder expresar lo que ocurre en su interior. El juego de espejos entra en acción. El niño condenado al aislamiento interior no es sino el propio escritor, hundiéndose en la imposibilidad de la comunión: "Yo, tan articulado, tan razonador"… Es en el silencio ensimismado de su laberinto de razonamientos vacíos que Carrère verdaderamente ha perdido a Dios.
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