En la obra de Jeannette Betancourt se manifiesta una doble y acuciosa sensibilidad, tanto para las formas como para los problemas que aquejan a nuestra sociedad. Con una sólida formación como escultora, no le basta entregarse al juego sensible de las formas, sino que le es necesario imbricar e implicar su práctica con el momento histórico, pero sin perder de vista que toda reflexión o compromiso debe hacerse a través de la imagen y no diluyéndola en alguna forma de activismo, como lamentablemente ocurre en la práctica artística contemporánea. Quizás la poca efectividad transformadora del arte contemporáneo radica en su desdén por la forma y en su uso instrumental de las imágenes. Una brillante argumentación y una lógica impecable podrán hacer brillar al discurso y dotarlo de las mejores armas de convencimiento; pero las imágenes tienen otra lógica de operación y diferentes maneras de asimilación: no a través de la concatenación del hilo argumental, sino mediante un proceso inductivo mucho más sutil, menos evidente y rastreable, pleno de analogías, correspondencias y zonas obscuras, pero -tal vez- de un impacto mucho más duradero. Las imágenes no convencen, seducen; hacer de ellas un manifiesto de buenas intenciones es, cuando menos, dudoso. Si dejamos que respiren, si no las coartamos con un programa, todo puede suceder. Y si algo caracteriza a la obra de Jeannette es que las imágenes no son accesorias, sino indispensables para la reflexión que cada pieza o proyecto pretende suscitar. Tenemos, pues, una obra que se mueve en dos registros complementarios, sin coartar ni sacrificar ninguno. En una primera instancia es fácil asimilar algunas de las piezas que conforman esta exposición a una estética postminimalista (Sofisma o Los incontados) y una lógica escultórica; pero esa lectura queda desmentida al leer los títulos, que sirven como agente detonante de lecturas no previstas. Hay aquí la consabida estrategia del engaño: una obra que a primera vista parece apelar a una mera delectación estética, en una segunda lectura demuestra ser otra cosa y solicitar del espectador una actitud distinta. Y no es sólo el título lo que detona el cambio, sino que la forma misma de las piezas tiene sus trucos y trampas incómodos. Así, por ejemplo, en Orografía inversa una aparente pintura abstracta con líneas concéntricas descendentes resulta ser, en realidad, la vista aérea de una mina, con su excavación escalonada en un patrón de talud y tablero, clara marca de la desmedida explotación de recursos naturales y sus nefastas consecuencias: contaminación y despojo. Los incontados ofrece un aspecto serial limpio y agradable que queda contrariado al reconocer los rostros obnubilados e invisibilizados de los desaparecidos. Una inocente serie de patrones numéricos se tornan inquietantes al descubrir que llevan por título Dos mil veinte y al percatarnos de que su secuencia es la trascripción del momento presente -el año 2020- en sistema binario y que están elaborados sobre tarjetas de crédito caladas a mano: un amargo recordatorio no sólo de que toda delectación estética, hasta la más pretendidamente pura, tiene un cordón umbilical 1 económico que la posibilita, sino también de cuán condicionados estamos tanto por el sistema financiero como por los medios tecnológicos que circunscriben y determinan nuestra vida laboral y social. Así también en Inocuo, donde patrones aparentemente geométricos y formales que podrían obedecer a un impulso gráfico y compositivo, en realidad son segmentos de la cartografía urbana ejecutados no con tinta o carboncillo, sino con contaminantes recolectados en la calle por la artista.
Al quebrarse las expectativas "meramente" estéticas y formales que las obras suscitan, las piezas nos arrojan a un espacio incierto donde nada es lo que parece y donde para no ser engañados hay que estar muy alerta: aprestar los sentidos y aguzar tanto la mirada como el intelecto. Actitud que, parece indicar Jeannette, habría de hacerse extensiva a la vida cotidiana donde los engaños se multiplican en la agenda de corporaciones, políticos y medios que manipulan nuestras mentes y deseos. Pero en este juego significante establecido por la artista, las imágenes no son meros vehículos para la transmisión de una idea, pues nada puede sustituir al encuentro concreto con la obra, como todo pintor y todo escultor saben. Entender el sentido y la intención atrás de cada una de estas obras no es equivalente a enfrentarse a su concreción material, pues su funcionamiento es mucho más complejo y escapa aún a las intenciones de la artista, multiplicando su sentido. Tomemos por caso Sofisma, obra a la que en un espíritu interpretativo la propia Betancourt califica de "Comentario sobre el dilema dialéctico que existe en torno a las energías fósiles versus las energías renovables" y que en una primera impresión se lee como una obra de "estética postminimalista" que toma recursos del Land Art, como el emplazamiento de materiales dentro del espacio expositivo. Sin embargo, el título y comentario suministrados por la artista sólo son indicadores que orientan la lectura, pero que de ninguna manera la agotan, pues la materia también tiene "cosas que decir", extrapolando o derivando el programa original. El contacto con la materialidad física del carbón, con su presencia, vuelve concreto, real y sólido lo que leemos en los periódicos de manera más bien abstracta. Estas mismas rocas aparentemente inertes son las que se queman para generar electricidad y no otras, son energía petrificada y no materia inerte, como las pequeñas luces intercaladas entre ellas parecen recordarnos. Lo vivo y lo inerte, lo inmóvil y lo animado intercambian señales; nada es -otra vez- como parece. Y al considerar su aspecto material, al dejarnos afectar por la negra presencia del carbón, nuestra perspectiva sobre el debate de los energéticos cambia, sutil aunque significativamente. Imbricarse con su tiempo no significa repetir certezas sino, en un espíritu crítico, abrir preguntas. Todo problema social abordado por Jeannette en su obra es considerado desde múltiples perspectivas. Así, el recurso de la seriación o documentación, tan caro en las prácticas artísticas de los 60s y 70s es revisitado en Pandemia, donde la documentación fotográfica de tapabocas encontrados en la calle señala no sólo la grave crisis sanitaria de la pandemia del SARS-COVID-2 sino las repercusiones ecológicas que tendrá el uso indiscriminado de masacrillas desechables como estrategia para evitar el contagio. La consideración y responsabilidad social del uso de los tapabocas queda relativizada al poner en evidencia que esa actitud no se hace extensiva al planeta mismo, que padece los estragos de tantos productos desechables de un solo uso, a los que se ha sumado uno más, pretendidamente para salvaguardar la vida... ¿de quién o de quiénes y a costa de qué? La lógica y el pensamiento lineal demuestran sus limitaciones, pues es precisamente esa falta de una visión integral y sistémica lo que muy probablemente originó al virus mismo: al protegernos sin considerar el entorno en realidad estamos contribuyendo a la aparición de la próxima pandemia. Aquí el arte y las imágenes logran saltar las trampas de la linealidad discursiva y señalar nuestras contradicciones. Lo natural y lo humano se encuentran en la obra de Betancourt en constante contraposición y conflicto. Son elementos naturales lo que generalmente determina la forma de sus piezas a través de un acto de elección u organización de ramas, piedras o guijarros. El acto, aparentemente simple y muy codificado en la práctica artística, de dotar de una organización impuesta a elementos naturales tiene en este contexto una dimensión metafórica: hablar de las huellas que el quehacer humano ha dejado en la Tierra y la preocupación por sus nefastas consecuencias -preocupación que, por cierto, está presente en toda su obra y que funciona como verdadero hilo conductor a través de todos sus proyectos. Hasta en la pieza más aparentemente neutra (social y políticamente hablando) y más convencionalmente estética (en el sentido de conformación de una forma agradable) se enuncia este conflicto: en Constricción un haz de ramas secas queda constreñido y apretado, obligado a tomar una forma específica a través de la colocación de un aro de acero inoxidable que coarta la organicidad natural. A la contraposición de formas se corresponde la de los materiales, siendo el acero una amalgama inexistente en la naturaleza, producto del desarrollo tecnológico humano. Lo mismo ocurre en Caosmosis, donde una aparente instalación que emplea ramas y otros elementos naturales como materia escultórica cobra otro sentido cuando uno se percata de los audios que también constituyen a pieza. El mero acto artístico de conformación de un objeto se vuelve problemático porque participa y es parte de una cultura que ha hecho de la explotación y devastación su carta de presentación. Es una y la misma cultura la que creó esa entelequia de las formas bellas con altas y sublimes aspiraciones y aquella que colonizó y oprimió a otras culturas a lo largo y ancho del planeta. Esta dolorosa toma de conciencia del haz y envés de esta cultura permea en la toda la obra, haciéndola un modo -a veces desesperado- de enunciar las consecuencias que la separación y distanciamiento del resto de los seres y las cosas tuvo para el planeta. Pues ese acto aparentemente heroico y fundacional de nuestra cultura, de asumirse como sujeto libre y autodeterminado, ávido de conocimiento -cogito ergo… boom! 2-, es la piedra de toque donde se enraíza la explotación y devastación actual. Si, como los indios Hopi de Norteamérica, nos considerásemos en permanente relación sistémica con el resto de los seres y las cosas, la historia y el mundo serían hoy muy diferentes. Este tono de pugna entre un orden natural y un orden sociocultural en eterno conflicto se extiende a toda su obra, a través de estrategias diferentes. De la manera más clara, quizás, en Antropoceno, donde el público es invitado a jugar al tiro al blanco, sólo que la diana adonde se apuntan los dardos ha sido intervenida incorporando fotografías de animales y especies vegetales en peligro de extinción. La participación -estrategia para romper con la sacralidad de la obra de arte- toma aquí un papel mucho más importante que acercar la obra al público, se torna más bien en un verdadero ejercicio inductivo de toma de conciencia, pues el tema de la obra no es ajeno a cualquiera que se enfrente a ella, sino que -lo quiera o no, esté consciente o no- lo implica de manera directa, ya que nuestra existencia misma impacta en el orden natural, perturbándolo. El espectador puede decidir no jugar al tiro al blanco con la pieza, puede decidir no interactuar con la obra, pero no puede excluirse del juego perverso de una organización social de la que forma parte y que ha llevado a la extinción de esos animales y plantas. Para nuestro desconsuelo, no traficar con especies salvajes y no practicar la caza no logran eximirnos de la responsabilidad, pues la extinción de especies tiene una causa mucho más profunda: una organización social que apunta (como el dardo) hacia un futuro hipotético (un blanco) donde encontrará (tal vez, nunca...) la consumación de sus aspiraciones. Y de eso no hay manera de excluirse, porque ese paradigma epistemológico e ideológico estructura y ordena no sólo nuestra cultura sino cada uno de nuestros pensamientos y cada uno de nuestros actos. Cuando apuntamos hacia un blanco dejamos de percibir y ver todo lo que está alrededor. En la construcción de un futuro al que supuestamente nos dirigíamos, perdimos la visión de campo, transversal e integrativa. Focalizarse, pues, implica necesariamente desenfocar o no considerar lo que está alrededor. La dardera de Jeannette Betancourt ilustra tal vez demasiado claramente el malestar de nuestra cultura. Un inadvertido espectador o participante que se preste a este juego de irónicas correspondencias, se volverá emblema y metáfora encarnada de lo que nuestra mirada unidireccional ha traído como consecuencia para el planeta y para nosotros mismos. La imagen que construye la pieza es este espectador/participante tirando el dardo y no, como podría pensarse, sólo la dardena intervenida. Fallar el blanco y darle a la fotografía de alguno de los animales o plantas es lo de menos, pues por grave que sea su extinción no deja de ser un daño colateral de nuestra empecinada búsqueda de llegar a ser en lugar de ser. Dar en el blanco es, lejos de un triunfo y celebración de nuestra precisión o la consumación de nuestras aspiraciones, el emblema mismo de nuestro auto-aniquilamiento. El orden económico y social tiende a invisibilizar las consecuencias que tiene su conservación y perpetuación en la vida de las personas o para la viabilidad misma del planeta. Analistas y comentaristas en medios nos hablan de lo importante que es tener una estabilidad macroeconómica, condiciones propicias para la inversión o políticas que favorezcan el crecimiento económico, pero pocas veces se habla de las implicaciones reales y concretas que el mantenimiento de esos indicadores (abstracciones, al fin) tienen para otros. Desde una perspectiva crítica de amplia envergadura que considere haz y envés de todas las cosas, semejantes términos parecen más bien eufemismos para la explotación laboral, la concentración de la riqueza y la sobreexplotación de "recursos naturales" (hasta los términos que usamos nos delatan). Bien se dice que la sobrexposición es otra forma de invisibilidad, y los medios de comunicación a diario nos traen imágenes desastrosas de hambrunas, naufragios de migrantes, sangrientas represiones de manifestaciones y un interminable etc., pero rara vez contextualizan y rastrean las causas profundas de tanta desgracia. Las imágenes más brutales se tornan en otras tantas abstracciones que nos rodean, que colman y saturan el paisaje de signos que habitamos, desrealizándose. Todo esto está dicho (y más) en dos piezas de Jeannette Betancourt -Sigue la ruta y Tejido- mediante paradójicas estrategias. Difuminando y desenfocando imágenes extraídas de medios electrónicos que retratan las consabidas tragedias que colman los espacios noticiosos, en Tejido se obliga al espectador a tratar de descifrar o reconocer lo que las imágenes representan, logrando que se les preste una atención que su presentación directa y explícita nunca obtiene. Nuevamente la ironía es mucho más complicada de lo que parece a primera vista, pues el mismo ejercicio de desciframiento/reconocimiento es otro más de nuestro hábitos y vicios culturales: nombrar y etiquetar las cosas o los eventos es una manera de no verlos, de no reparar en su singularidad y especificidad, adscribiéndolos a un caso tipo o emblema. El dolor de una persona se transforma y reduce a "un migrante", el hambre y la indignación de muchos se etiqueta como "una manifestación"... y así con todo, desdibujando la realidad. La aparente simplicidad del juego sígnico de la pieza ("cárcel de billetes", podríamos llamarla en lo que sería otra forma más de burda simplificación) se desquebraja cuando consideramos ampliamente todas sus implicaciones. Al entramado económico se corresponde un entramado social, ambos en correlación y conflicto. Y donde se dice entramado debe comprenderse una intrincada red de causalidades y complicidades, implicaciones y consecuencias que configura nuestra realidad social y que raramente se discierne al considerar cualesquiera de los problemas sociales que nos aquejan. Todo está imbricado, parece recordarnos Jeannette, y sólo tendremos una comprensión cabal de cada situación hasta que se pongan en relación todas las variables en juego. La pertenencia a una cultura dota a los individuos de un ámbito de certeza para organizar la vida social. Lejos del proceso integrador de las cosmovisiones en las culturas originarias de América, la cultura eurocéntrica occidental y su arrojo voluntarista substituyeron los sistemas de creencias por el establecimiento de principios racionales para la organización de la vida; pero los lazos afectivos y de pertenencia que atan a una comunidad no pueden sustituirse por la adhesión a un contrato social planteado en términos racionales, pues los vínculos entrañables que forjan una comunidad no pueden establecerse por decreto. Además, al inocular la duda y la conciencia crítica en su momento fundacional, eso que llamamos Occidente carga consigo un desarraigo primigenio, fatal, que permanentemente mina la construcción de un mundo, que es lo que debiera darle forma y organicidad al cuerpo social. El arte moderno y contemporáneo han hecho suya la labor del cuestionamiento permanente del statu quo y de los paradigmas que organizan nuestra vida, convirtiéndose en generadores de incertidumbre al abrir preguntas incómodas o señalar realidades desagradables. Aparentemente la obra de Jeannette Betancourt se inscribe en la tendencia del arte contemporáneo de hacer de la crítica cultural y social su bandera y razón de ser, pero hay diferencias notables entre sus procedimientos y los que se usan en la actualidad que, por uso y abuso, han llegado a convertirse en un verdadero estilo epocal. En la mayor parte del arte contemporáneo y del llamado "arte social" el foco de atención centrado en la supuesta defensa de minorías pierde de vista las grandes causales estructurantes que explican los atropellos e injusticias de hoy. Jeannette -tal vez inadvertidamente- logra una crítica más amplia, que en ocasiones apunta al meollo ideológico o al paradigma estructurante que soterradamente constituye la causa primordial de todos los problemas sociales. Otra diferencia notable es la -podríamos decir- añoranza de otro orden social, orgánico y comunitario, que se deja ver en todos sus proyectos y que le viene de una sensibilidad exacerbada. Ante un panorama desolador y en una cultura que ha minado todos y cada uno de los asideros, no queda sino multiplicar la incertidumbre a través de la crítica, con la esperanza de que en el proceso lográsemos construir otro orden social. En el mundo de la posverdad, semejante empresa se antoja difícil o francamente suicida, pero cuando fracasa la argumentación y cuando la lógica se torna turbia, aún queda otra manera de proceder: a través de la concreción y especificidad de las imágenes cuyo poder de comunicación y convencimiento no pasa por los canales instrumentales acostumbrados. A ese mirar inteligente, no focalizado ni unidireccional sino empático y resonante, está usted, estimado lector/espectador, invitado. Y no sólo para apreciar las obras que conforman esta exposición, sino para hacerlo extensivo donde más hace falta: allá afuera. Víctor Sánchez Villarreal ____________________________ Entonces... ¿qué te pareció?
Comenta, sugiere, disiente... nos gustará mucho escuchar tu opinión.
Jeannette Betancourt. Flujos (Nevsehir, Avanos), 2019. Fotografías en papel de algodón y capelos. Foto: cortesía de la artista.
Inocuo, 2018.
Sofisma, 2021.
Antropoceno, 2018.
Sigue la ruta, (delante), Tejido (atrás), 2021.
Jeannette Betancourt
Sala de exposiciones temporales
Miércoles 26 de mayo - domingo 8 de agosto, 2021
Museo de Arte Popular
Revillagigedo 1, Col. Centro.
06050, Ciudad de México.
Más información:
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2. Sontang, S. (2007) Estilos radicales. (ed.) España. Ed. De bolsillo.
FOTOS: cortesía de la artista
Sobre LA ARTISTA
Jeannette Betancourt: Artista multidisciplinaria puertorriqueña, naturalizada mexicana. Su trabajo se centra en la naturaleza, recientemente lo ha intersectado con la huella de lo humano sobre el planeta: el Antropoceno. Beneficiaria del Sistema Nacional de Creadores de Arte del FONCA en (2016-2019) y (2013-2015). Cuenta con obra pública en La Universidad Autónoma Metropolitana; Av. Reforma y el Santuario de la Mariposa Monarca en Sierra Chincua, Michoacán, entre otras. Ha expuesto de forma individual en Belice, España, Guatemala, Honduras, El Salvador, Marruecos, México, Paraguay y Puerto Rico y participado en colectivas en Africa, Asia, Europa y en casi todos los países del continente Americano.
Visita su sitio: http://www.jeannettebetancourt.com