Volver a Tultitlán

Ángel Fuentes Balam

Mayo, 2021

Aquel miércoles, del año dos mil dieciséis, me desperté sin sol. La frialdad de la madrugada se pegaba a mis huesos como una telaraña envolviendo a un pobre bicho. En Yucatán no existe otro clima que el calor constante, y sólo había experimentado en un par de ocasiones (en otros Estados de México) lo que significa el "bajo cero". Salí del departamento y caminé hacia el metro Insurgentes Sur con las manos ocultas bajo la chamarra, exhalando breves nubes de vapor. Aquel trabajo me había caído de perlas: ¿dónde podía encontrar, teatrero provinciano, un puesto que me permitiese subsistir en la capital? Las escuelas estaban saturadas y para más inri, nadie contrata directores escénicos sin conocerlos con antelación. Cuando las esperanzas menguaban, gracias a un anuncio por internet, hice la audición y pasé a formar parte del grupo de narradores orales de cierta compañía independiente. Tenía un sistema de autogestión bastante eficaz que consistía en cubrir los colegios privados de toda la Ciudad de México con promoción de lectura y venta de libros.

Ese día iba a ser mi primera "contada", junto a otros tres compañeros que estaban a prueba. Un agente del grupo había concertado varias funciones antes de renunciar: la compañía trabajaba con instituciones de paga, como mencioné antes; sin embargo, él había ofrecido un servicio para una escuela pública de Tultitlán, Estado de México. Nuestra instrucción fue clara: cubrir esas funciones determinaría nuestro futuro en el grupo.

A las seis de la mañana, en la estación del tren suburbano de Buenavista, compraba un café humeante que acabó con mi letargo. Laura, una de mis compañeras, quien me había recibido en la estación, también bebió con premura antes de reunirnos con los otros dos miembros. Nuestro breve viaje se enmarcaba con las luces multicolores de los cerros de concreto que nacían a los costados de la máquina. Emocionados y nerviosos, no paramos de hablar en todo el camino y repasar algunos aspectos de los textos que representaríamos; así continuamos incluso al abordar la combi que nos llevaría a nuestro destino: San Pablo de las Salinas.

El pueblo ya era un festín de comercios, motocicletas y caminantes cuando arribamos a la escuela. El frío aminoraba a paso lento, conforme amanecía.

Traspasamos la reja, escuchando las voces desordenadas del gentío. En la amplia plaza cívica, se divisaban algunos niños corriendo hacia su aula, algunos maestros dando indicaciones a sus estudiantes y también algunos perros que olisqueaban entre la hierba; una escueta montaña de basura se alzaba cerca de ellos.

Nos entrevistamos con la directora en su modesta oficina, ahí agradeció con ahínco nuestra visita, al punto de que su franqueza nos conmovió: nadie ofrecía a la escuela actividades parecidas, esa sería la primera vez para los alumnos.

Motivados por ese panorama decidimos poner en marcha nuestro trabajo: nos dividimos los grupos y trazamos un plan para no repetir los cuentos. En ese momento, supimos una de las razones por las que la compañía a la que deseábamos pertenecer no abarcaba instituciones públicas: eran muchos salones, quizá demasiados. No obstante, no nos dejamos amedrentar. Asumimos el reto y cada quien decidió entrar a seis grupos. Laura y yo, nos ofrecimos a tomar uno más, para cubrirlos todos.

Yo tenía bastante ventaja en cuanto al manejo del público y la interpretación, por ello me encontraba más relajado e intenté calmar los nervios de mis compañeros con algunos ejercicios. Disfruté compartir con los niños ese hecho escénico: leyendas mexicanas, pasajes de novelas, cuentos populares. En sus rostros se adivinaba la vivencia y la imaginación maquinando cada escenario o personaje descrito. Pero también se dejaba entrever una realidad angustiante: las ojeras pronunciadas, la piel pálida, los labios quebrados. Esa realidad fue aún más notoria en el descanso, aunque con una cautivante muestra de solidaridad: lo poco que se vendía para comer era baratísimo, tanto, que sentí cierta culpa por comprar algo. Sentados en unas precarias bancas de piedra, pudimos reflexionar sobre nuestros fines. Era impensable que los padres de aquellos que niños, maravillados por las historias que escuchaban, tuviesen el dinero para comprar uno de los libros que ofrecíamos. No ganaríamos un peso por la visita. Por supuesto, ninguno de nosotros dio un paso atrás. Aunque significase que el día no nos representaría ganancia, sentíamos el deber de entregarnos a cada uno de los oyentes.

De regreso al trabajo, interpretando cada pieza literaria, pude reconocer en los pequeños espectadores la llama de la curiosidad; esa curiosidad excitante que constituye la raíz de todo encuentro escénico. Más de uno se sumergía tanto en la historia que: gritaba, saltaba en su asiento, acompañaba mi voz y reía. No hay moneda de cambio más valiosa que la risa de un niño. La mayoría no deseaba que termine la función y, al concluir, pedían otro y otro más.

Al final de la jornada, los niños nos saludaban desde las ventanas, sonreían, nos preguntaban cuándo íbamos a regresar.

La directora nos volvió a agradecer con una honestidad que calaba más que cualquier aire helado. Se disculpó (gesto que no supimos cómo responder) por no poder augurarnos una buena venta.

—Nuestra población es de bajos recursos, como han visto. Muchos de los papás se dedican a oficios difíciles; algunos trabajan vendiendo cosas que encuentran en la basura. Hay mucha delincuencia. Es una zona peligrosa. Sé que nuestros niños están muy contentos por haberlos tenido hoy.

Nos despedimos, diciéndole que no se preocupara. Nuestro trabajo estaba hecho. Salimos a la calle, satisfechos y con hambre. Relatábamos nuestras experiencias, caminando por los alrededores, buscando algún lugar para comer. No pudimos hallar nada. Una alumna de la escuela nos reconoció en una esquina, saludándonos, contenta. Sus abuelos nos observaron, mientras ella les relataba a grandes voces que nosotros éramos "los que contaban cuentos". El hombre era un alto campesino con el rostro tostado, y la mujer, una ventera ambulante de ojos tristes. Nos convencieron de acompañarlos a almorzar en el comedor social, a unas cuadras de la escuela. No pudimos negarnos.
Sentados en una mesa larga de plástico, sorbíamos la ración de sopa de cinco pesos, escuchando a los amables abuelos, platicando sobre la vida en la región:

—Es triste ver cómo se acaban las personas.

Hablaba el hombre sobre cómo la lengua otomí se pierde de generación en generación, desapareciendo por desuso. En su voz se percibía el  eco melancólico de sus ancestros.

—Los jóvenes ya no quieren hablarla. Hasta parece que les avergüenza. Es muy triste.
—¿Cuándo regresas a contar cuentos? —Preguntó Ana, la niña de cuarto de primaria, pelando una mandarina con los dedos.
—Espero que pronto —respondí, encogiéndome de hombros, con la amarga sensación de estar diciendo una mentira.


Las escuelas públicas no son rentables para las compañías independientes. En nuestro país, la promoción de la lectura debería ser un asunto de primera necesidad y no un privilegio para algunos sectores.

—Es una lástima —decía mi jefe, un reconocido escritor de literatura infantil—, lo sabemos. Pero la verdad es que no podemos vender ahí. Además, la SEP, los padres de familia, los sindicatos de maestros… Se vuelve un rodeo burocrático sin fin. Y ya lo vimos: no hay ganancias.

Lamentablemente, si eso pasa en la capital, imagínense en el Estado de México. Esta escuela la cubrimos porque fue un error del agente. Y sí, los niños merecen tener actividades de lectura como esta, pero al gobierno no le interesa llevarlas. Y nosotros no podemos hacerlo, como artistas independientes, vivimos de esto.

Unos días después, fui enviado a un colegio de primer nivel, en la zona de Polanco (conocida por su costoso estilo de vida): un muro gris, extendido por casi una cuadra entera, parecía albergar una fortaleza militar. La seguridad era inaudita: tuve que presentar mi INE cuatro veces, además de la tarjeta de la empresa, a pesar de que era la cuarta vez que se programaba una visita. Ningún perro merodeaba por la plaza cívica. Los estudiantes de primaria se sacaban del bolsillo cientos de pesos para comprarnos tres o cuatro ejemplares de pasta blanda de antologías de leyendas mexicanas y novelas de suspenso. Al conocer con antelación la compañía, los pequeños eran coleccionistas acérrimos.

—Es que aquí se les enseña cómo manejar el dinero, desde el segundo grado —me contaba una "miss", al tiempo que me ayudaba a organizar la fila.

Gratos recuerdos de esa etapa me provocan una irrevocable nostalgia. En mi tiempo como narrador oral, visité gran cantidad de escuelas primarias en la zona metropolitana y el Estado de México. Surcando los interminables caminos subterráneos y viales de la capital, viajaba con mi maleta de libros hasta cada institución, ofreciendo de cuatro a ocho funciones diarias y siendo testigo de cómo la palabra hablada era la herramienta más eficaz para despertar el amor por los libros, a edades tempranas. Kafka tenía razón: "quizá la inocencia sea la única que se abre paso entre los enfurecidos elementos de este mundo".

No dejaba de pensar cuántos niños en escuelas públicas se quedaban sin ese destello, sin probar esa raíz de la lectura, ahí, ocultos tras los cerros y la niebla del valle, sujetos a la falta de oportunidad y al clima desolador de la delincuencia.

Hace cuatro años de esa experiencia. Escribo hoy, de vuelta en el calor insoportable de la península yucateca. Aunque, de momento, desempleado por ser víctima de los recortes de cultura en el país, he vivido del Teatro en creación y docencia para jóvenes, principalmente; las ventas nunca fueron lo mío. La pandemia por el SARS Covid-19 nos ha obligado a enclaustrarnos, a replegar nuestras estrategias para expandir las redes culturales. Las clases de educación básica son teledirigidas o por internet: el sistema ha demostrado que la brecha entre los diversos Méxicos es extensa e insalvable.

Ana, mi pequeña espectadora de aquella ocasión, estará ya en la Secundaria. Yo me pregunto cómo le irá, cómo ha seguido estudiando, si ha podido adaptarse a pesar de la precariedad económica de su entorno. Tal vez siguió esperando a que los cuentacuentos llegaran otra vez hasta su colegio, para sumergirse en otros universos, lugares mágicos donde el hambre y la carestía son cosa de ficción.
Sé que algún día podré regresar, se lo debo.

En algún sitio, ya sea ostentoso o humilde, un niño necesita de historias. Nuestro deber es adaptarnos, saber conducir las palabras hasta ellos por sobre toda circunstancia, no importa qué tan cerca ni qué tan lejos habiten.

 

Sobre El Autor

Ángel Fuentes Balam. Mérida, Yucatán, México. 1988. Director de teatro, escritor y actor. Director de "Perros que parecen laberinto Teatro". Es autor de los libros: Melodía tu engranaje quieto (Editorial El Drenaje), Cruoris o la rabia que fuimos (Libros en Red), Devoré el cráneo de Eros (Ediciones O) y Ya nadie cuida las antorchas (Sangre Ediciones. En proceso). Ha publicado en antologías y revistas a nivel nacional e internacional. Productor de: "Buqueic" (2017-2018), presentación de lectura y acciones escénicas sobre literatura erótica, realizada por autores mexicanos. Actualmente, es director y profesor de la Compañía Escuela de Teatro de "El Claustro", en Campeche, y cursa el Diplomado en Creación Literaria del INBAL.

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