Las obras de Malevich, Mondrian, Gabo y Kandinsky pueden calificarse como abstracciones puras.
(...) Arp y Picasso suelen dar nombre a sus obras (...) Aunque sólo sea por esos vestigios del tema (...)
tales obras debieran describirse como cuasi 'pseudo'abstracciones o como aproximaciones a la abstracción.
Alfred H. Barr, 1936.
Estamos ya contemplando México bajo la lluvia: no hay "México", no hay "lluvia" y no hay un arriba y abajo
en términos realistas, inútilmente, impotentetmente, trataremos de reconocerlos de acuerdo con cualquier imagen
anterior a la que nos entrega la pintura misma.
Juan García Ponce, 1984.
Dos momentos de la crítica y dos vacilaciones confesas. Debidas, ambas, al choque entre ciertas obras y lo rotundo de una pretensión: concebir la historia del arte como un camino lineal hacia la autonomía de la obra. Creer que la pintura moderna, independientemente de sus intenciones y métodos, se dirige inexorablemente hacia un desprendimiento absoluto de la realidad externa o el correlato verbal. Creencia envejecida, pensar que "Todos los caminos llevan al mismo sitio", que todo va hacia la abstracción.
Pero no. Tomar los Escenarios de Vicente Rojo y calificarlos de abstracciones incompletas sería tan injusto como esforzarse en reconocer en ellos la simple estilización de un paisaje geográficamente concreto. Antes de escribir, quisiera abrir los ojos y limpiarme la boca. No caer en tentación de hacer de Rojo un adalid en la batalla contra la representación. Mostrar que no es un purista. Demostrar que ello no disminuye la completud de sus obras, sino que hace evidente una complejidad. Quiero invitar al lector a hacer a un lado la catarata de especulaciones que despierta la idea de "Pintura abstracta".
Cierto que sus cuadros no son imitaciones puntuales de la naturaleza visible. Cierto que Rojo no es un ilusionista. Cierto que la pintura tiene un comportamiento autónomo, y la forma y el color en el plano no se rigen por la óptica de las ventanas. También innegable que "Esto no es una pirámide", "Esto no es un volcán" y "Esto no es México bajo la lluvia". Pero el problema subsiste: están las referencias y están los nombres (los títulos) para dar cuenta de las connotaciones. Aunque adheridas al plano, las pinturas de Vicente Rojo son objetos multifacéticos, seres poliédricos. Cuando vemos y pensamos bajo el influjo de los cuadros de Rojo, se hace necesario un instrumental también múltiple. Hay que abarcar métodos y genealogías, resultados visibles y fuentes más o menos ocultas, tensiones internas y adhesiones culturales, íconos y factura. Evitar los cortes tajantes: forma/contenido, cosa/nombre, impresión/expresión, memoria/inmanencia, materia/luz...
Restituir una combinatoria en vez de tomar partido por alguna polaridad intransigente.
Empecemos por lo muy conocido (que no tan obvio). Los Escenarios, que empezó a realizar en 1989, son una serie más de un pintor que se precia de trabajar por ciclos. A través de Señales (1964-1970), Negaciones (1971-1976), Recuerdos (1976-1980), y México bajo la lluvia (1981-1989) "fechas, todas, meras aproximaciones" Vicente Rojo escoge un motivo o una imagen a la que se ata por varios años, y la desarrolla obsesivamente hasta agotar la veta, o agotarse en las variaciones. No sólo eso, desde hace dos décadas (se dice fácil) Rojo además ha perseverado en trabajar únicamente telas con formato cuadrado, aun cuando últimamente las haya unido en dípticos. Restricciones voluntarias, necesarias para abrir paso a las posibilidades plásticas. Rojo mismo lo entiende como una dialéctica entre desafío y plenitud de la respuesta:
(...) trabajo (y mucho: en eso voy bien) poniéndome continuamente problemas, o trampas, que yo mismo tengo que resolver (...) Por eso encontré en las series de cuadros la manera ideal de proponerme un proyecto de acentuada dificultad.
Método que, me parece, tiene dos consecuencias. Primero, concentra al espectador en la solución plástica del cuadro concreto, disminuyendo el peso de la idea. La obsesión temática acaba por resaltar la solución visual y material de cada obra, anulando la distracción debida al valor literario de la imagen. Pero, paradójicamente, el trabajo en series también suscita una exploración de las significaciones contrapuestas de un mismo ícono. Cada variante es un comentario sucesivo (emocional, argumental, formal) de una otra pretérita, futura o trabajada simultáneamente, pues Rojo suele pintar conjuntos de telas que, más o menos veloces, realiza en una misma temporada. Como brillantemente dedujo Antonio Saura, cuando un pintor funda una serie en realidad inventa un "género" "su propio género" equivalente contemporáneo de los cánones temáticos que daban coherencia a las obras de los pintores antiguos. Un cuadro repercute y ejerce "influencia" sobre los otros. Una obra persigue la tradición de otra, su "maestra". Otra la corrige y comenta. Una más se rebela contra sus ancestros. Se genera una competencia entre ellas, mucho más generosa que la competencia entre varios autores. No creo exagerar en decir que en cada serie de Rojo ocurre toda una historia del arte.
Más allá de ello, esa sucesión realiza, en el tiempo, una ficción a la que aspiran las historias: la de la ruptura tajante de estilos, la de una realidad ritmada por "revoluciones". El género "Escenarios" sucedió a "México bajo la lluvia" de un modo radical, como una verdadera revuelta. Es, de entrada, su reverso estructural.
En México bajo la lluvia la incesante demolición de diagonales en el plano impide a la vista cualquier resquicio de reposo. Imposible yacer en una de las escamas de la catarata de luces y colores, pues cada faceta exige el tránsito a la siguiente. También insoportable intentar seguir una de las diagonales desde su origen, en el extremo superior izquierdo, hasta su desembocadura en la base. Ante ese dinamismo incesante es mejor saltar frenéticamente de una iridiscencia a otra, con la misma sensación de riesgo con que se cruza entre las piedras de un río turbulento. No sé si le sucede a otros, pero espero que así sea: ante esa violenta caída, el ojo sólo tiene una alternativa. Aferrarse momentáneamente, en apenas un respiro, a algún diente, alguna uña, alguna luz ascensional. Atrapar una frágil vertical, fingir una escalinata. Mejor aún: hacer como de niños ante la escalera eléctrica. Saber que baja, correr con todas las fuerzas hacia arriba...Pues cada descanso es un descenso.
Todos los poderes de la pintura se suman unánimemente para producir esta sensación visual que repercute en simulacro físico de comportamiento corporal. En México bajo la lluvia la distinción entre imagen y territorio se anula: figura y fondo dejan de existir, para aparecer tan sólo como un continuo de fragmentos. El cuadro todo es sólo esa maquinaria visual. No hay cosas, ni paisaje detrás de esta turbulencia: tan sólo la ocurrencia de sensaciones. En otras palabras, Rojo construye una cosa actuante.
Fenómeno es quizá la palabra que mejor define la naturaleza de esos cuadros. Antes de evocar, la obra se presenta como contingencia visual. Pero también fenómeno, y no una cosa o un lugar, es lo que se re-presenta en ellos. El pasado de esa cadena de intentos "la serie" es una observación concreta y la suma de otras experiencias análogas. Una tarde de 1952 en que el pintor observaba el choque de dos cortinas de agua desde el observatorio de Tonantzintla, en Puebla. Rojo es un pintor que, desde sus Recuerdos de fines de los años setenta, trabaja sobre momentos detenidos de la memoria. Pero en vez de registrar directamente una impresión, hace brotar al cuadro como efluvio de una impregnación honda. El exterior, para ser referido, ha de haberse anudado apretadamente en su interior.
Parecerá, a algunos, que este rodeo es excesivo. Pero me parece necesario en la medida en que "como negativo" ayuda a destacar la condición de los Escenarios. Volvamos sobre nuestros pasos: son el reverso estructural de la serie que los precede. Hacia 1989 las lluvias llegaron, para Rojo, a su final lógico. En algunos gouaches y ejercicios en papel la trama de diagonales empezó a descender y concentrarse en una banda inferior del cuadro, convirtiéndose en una barda incompleta ante a un espacio abierto. Fácil seria construir un relato: "La lluvia amainaba, y tras escampar dejó ver la orografía que ocultaban las aguas..." Pero no: las transiciones en Rojo son, como arriba dije, revoluciones. El agotamiento de una época no prepara suavemente su sucesora. Requiere de un golpe violento y externo para reconstituirse.
Como ha venido haciendo desde hace mucho tiempo para escapar de las distracciones del diseño y de las exigencias del teléfono, Rojo se trasladó en 1989 a su natal Barcelona. En el Paseo de San Juan, la imagen de la calzada que desemboca en el mar, interrumpida por los corredores de los edificios, el arco del triunfo y la estatua de Jacinto Verdaguer, le sugirió de improviso la sensación de "sucesivos telones". Cambio súbito: Rojo dispuso sobre el lienzo una cuadrícula de puntos en relieve hechos con corchos, como los que se usan para hacer herméticas las tapas de las botellas. Sobre esas coordenadas verticales y horizontales, pintó, en forma de zonas más o menos rectangulares de color luminoso (verdes, rosas, blancos, azules), una atmosférica recreación de la escena, presidida al centro por una especie de columna, la estatua. La subserie es, ni duda cabe, el momento más impresionista y, por tanto, espontáneo, de la obra de Rojo.
Lo que faltaba era, precisamente, la definición temática que diera continuidad a las obras: la constitución de un "género". Este nace mediante la representación de pirámides escalonadas. Una estructura básica hecha por la superposición de dos, tres, cuatro o cinco bandas horizontales y parelas, que decrecen arquitectónicamente en lo alto. Pirámides truncadas, claramente mesoamericanas, hechas de plataformas planas y ortogonales. Pirámides de tableros sin taludes. A veces el pintor las ha prolongado en lo alto para formar "estelas". En otras ocasiones, la regularidad de su ascenso queda dislocada, de modo que algunos niveles siguen el hilo de los inferiores o forman escalinatas derivadas de un triángulo isóceles. Pirámides que, eventualmente, acabaran por horadarse en el tope para mutar en una variedad de combinaciones de conos, cilindros, trángulos, rombos y rectángulos. Que acabaron, según Rojo, por convertirse en "volcanes".
Ese nuevo juego de vocablos trajo una completa reformulación de su sintáxis espacial, física y colorística de las telas. Si en México bajo la lluvia una imagen borraba el lugar, los Escenarios sorprenden por la claridad con que está presente la noción de sitio. Antes de acumular una gota de pigmento, la cuadrícula de corchos redondos o rectángulares establece un terreno parcelado, nunca contínuo, sino uniforme y segmentado, dispuesto con toda premeditación para servir de albergue a la figura, y "sobre todo" para invitar al ojo a encontrar estaciones en su recorrido a lo largo del cuadro. La retícula bien puede remarcarse con el color (algunos puntos, incluso, son iluminados con un tono preciso) o borrarse y esconderse por la acumulación de material pictórico. Pero siempre organiza la obra. Funge como una estructura subyaciente. Establece un comportamiento ocular.
Rojo suele dividir los cuadros en renglones horizontales, demarcados por el color y la luz general, a lo largo de los cuales se suceden sus figuras elementales. El ojo tiende a recorrerlos siguiendo esas hileras de lado a lado, para luego constatar la acumulación de niveles. En la mayoría de los casos, la horizontalidad es tan evidente que las figuras de los extremos rebasan la tela, y en cambio quedan márgenes oscurecidos en el fondo o el tope. Esa base contrapesa la ascensión de las pirámides.
Aunque suene sorprendente, ese escalonamiento es el motivo que hace a los Escenarios no ser paisajes. Me explico: lo que impide "especialmente en los cuadros con muchos elementos" que hagamos de la superficie del cuadro un espacio único donde la vista capta, de golpe y porrazo, la sensación de una magnitud, la percepción de un conjunto (el espacio) habitado por objetos diversos. El tope de las obras no retrocede hacia el fondo, pero no sólo es eso. En realidad, creo, Rojo ha logrado anular por completo la aprehensión de un todo continuo, para dejarnos tan sólo la posibilidad de apreciar cada figura en relación con su entorno, para luego saltar a otra de ellas sin poder colocarla a una cierta "distancia" de otra, sin poder sumirla en una visión de conjunto. El cuadro no es un panorama. Cada tela es muchos escenarios (el plural es crucial). Prueba radical, que la sensación no varíe entre los cuadros con un sólo motivo y aquellos con decenas de elementos.
Uno "camina" en estas "calzadas" registrando la sensación general de materia, y eventualmente se detiene ante una estructura o un manchón, para luego reemprender el "viaje" hacia otro punto de vista. El "movimiento", pues, es tan sólo la transición entre dos observaciones aisladas. No importa donde está uno, no importa si uno se coloca en la orilla del cuadro. Siempre queda cerca un centro en el que establecerse. Marcha y sedentarización, (y no es la vista, sólo la mente, la que puede emprender la suma).
Es como cuando uno camina en la galería y se planta frente a una obra; como cuando se deambula en el locutorio y se ingresa en una capilla o una celda.
Pero nunca es como cuando uno entra en una iglesia y la aprecia en su todo perspectivo desde la puerta. Nunca se ve como cuando, desde una altura, se deja correr la vista en la hondura. Jamás se tendrá la vista de una ciudad o una cordillera.
Sólo el encuentro con un objeto y la comparación mental con otro.
Sólo un catálogo, un muestrario.
Este lugar, aquel otro.
Las prominencias de la migración y no el valle.
Los versos, pero no un caligrama.
2. Batallas y tiempos
Naturalmente, esa fragmentación tiende a individualizar los elementos en el cuadro. Nada más natural que haberlos extraido de la tela y llevarlos al volumen en forma de esculturas metálicas y coloridas que, mediante la conjunción de dos o tres elementos de color y secciones geométricas, invitan al espectador a emprender un recorrido estacional, frontal y directo. Nada más natural que trasladar a la sala esa sensación de monumentos.
Monumentos he dicho y la palabra me perturba. Pero es que, también, estos elementos son el saldo de una batalla memorable. Hasta 1989 Rojo gustaba de poner obstáculos al público. Enfrentarlo a objetos difíciles, ponerse él mismo "trampas". Ciertamente, los Escenarios quieren ser menos estridentes. Rojo mismo los concibe ya no como una serie destinada a cerrarse en cinco o diez años. El los quisiera la serie definitiva: suficientemente sencilla para recibir variantes múltiples, suficientemente abierta para dejarlo ocuparse, de ahora en adelante, de los problemas internos de sus pinturas.
¿Es que la guerra ha terminado? ¿Es que "Escenarios" es el símbolo de un abandono? ¿Qué sucedió con esa actitud problemática que Vicente Rojo expresaba hace quince años?
(...) pertenezco al grupo de los modificadores de la realidad (por más que yo ejemplifique a la rama de los fracasados). Creo que para cambiar el mundo y/o la vida se necesita imaginación y buena puntería. Al carecer de esta última, me he dedicado insistentemente a desarrollar mi imaginación, por limitada que ésta sea (y no me pida que me incluya también en la rama de los torpes).
Ambición y reticencia. Rojo, a pesar de su sabido horror por hablar de su pintura, y su notable modestia, vive a flor de piel las tensiones que hay entre el amor por la obra y la inquietud que le provoca la imposibilidad de aceptar tal cual el mundo. El diseño gráfico "lo ha dicho muchas veces" le ha servido para calmar en algo su urgencia de ser socialmente útil, pero no deja de percibir que su pintura está naturalmente "fuera de los deberes sociales que todo hombre debe tener respecto a sus semejantes". Problema central: nada menos que el hilo más tenso de las relaciones entre el arte y la sociedad moderna. Pero, por apartada de los discursos que sea su obra, no deja de expresar ese desasosiego.
En los Escenarios es evidente que el resultado final, esa superficie riquísima e inagotable, es el estado final de una acumulación de sedimentos. Como esas bardas urbanas en que se han sobrepuesto pintas de todas las huelgas y campañas, casi se antoja levantar capa sobre capa para dejar al descubierto su arqueología. Vicente Rojo suele describir esa acumulación de actos como una batalla con cada cuadro:
"Me peleo con él. De pronto, parece que está terminado, pero le hace falta algo. Un detalle, un color. Entonces, lo trato de terminar, pero suele suceder que, cuando creo que está por lograrse, lo pierda por entero. Se me va. Entonces, lo vuelvo a empezar. Así, una vez tras otra, hasta que de pronto queda... ¡Como ves, al final siempre me gana!
Como buen miliciano, le cuesta trabajo describir su estrategia. En su estudio, Rojo acumula en desorden fotos y recortes de periódico que, le parece, tienen alguna relación con sus obras. Decoraciones moriscas. Reproducciones de cuadros románicos. Una foto de lo que parece la plaza de una manifestación o una fiesta ya terminadas, y donde sobre el suelo se desparraman papeles arrugados y vasos de plástico. Algo tienen que ver, como todas las impresiones que recoge cuando camina en la calle o maneja su automovil. Cuando conduce, me dice, va mirando una pared o una avenida, y entonces en la mente va "pintando" sus cuadros. Ahí, en la cabeza, se forman. Pero llega al taller, y ¿entonces?
Rojo dista mucho de copiar ese modelo interior. Sus cuadros son un tejido de fuerzas contradictorias. En cierta ocasión, para saber qué ocurría, se puso a fotografiar los pasos de una de las telas, y me mostró esas fotografías con evidente asombro. Así, una vez desplegada su cuadrícula de corchitos, empieza por dibujar las formas básicas que albergarán los escenarios. A veces modela esas estructuras con pigmento acumulado. En ocasiones, crea un relieve con cartones corrugados. Dispone, pues, sus tropas. Entonces, con manchones de color, borra esas formas.
Acumulando pigmento, aserrín, polvo de mármol, sombras, luces y emprende una demolición. Las acribilla con goteos de pintura, las sepulta entre texturas rayadas con tenedores y cepillos. La misma puntuación de la cuadrícula sufre bajas y queda muchas veces oculta tras de las capas. El cuadro recibe esos avances ora colgado del muro, ora tirado en el suelo. Combate, pues, cuerpo a cuerpo. Es tan radical esa "destrucción del orden" que frecuentemente tiene que tomar un papel para copiar las siluetas de los objetos que ha creado al principio, a fin de poder recuperarlas en un momento futuro.
Así, una vez tras otra, define un color o una silueta, los borra y los vuelve a restituir. La técnica consiste en evitar que un rasgo o forma individual predomine sin mácula ni herida. Traza los renglones horizontales, y los rompe con disimulados chorreados verticales. Recarga una sombra, y la llena de luces. Crea un brillo metálico, y pasa de inmediato a matarlo. Remarca el contorno de un volcán, y lo erosiona con un trazo diagonal, que parece sumergirlo en una tolvanera. Pasa la brocha y, conforme alguna vez escuchó decir a Tamayo, se empeña obsesivamente por hacer irreconocible la pincelada.
Construcción y erosión, caducidad y restauro. Los colores de Rojo no son instantes redondos, sino más bien personajes de un relato de apocalipsis y reorganización. No provienen de una voluntad adherida a un sistema, aunque sea el sistema "natural" de los colores del tubo, sino del deseo de hacer que un tono general aparezca bañado con las visceras de sus contendientes. Las relaciones coloridas más importantes no son las de la acción de un tono junto al otro (colindancia), sino de un color con aquel que se transmina y refulge detrás de él (estratigrafía). La principal distinción ocurre, claro, entre el comportamiento de los colores en las "figuras" y su acción en el "fondo". Los contrastes se afinan, tanto en luz y sombra, en tonos diferenciados. En el fondo, en cambio, las variaciones suelen ser cambios de densidad y luminosidad, brillo y saturación.
Si hay algo que pudiera considerarse ilusionista en los Escenarios (pero esa ilusión, ya se ve, es realidad documentada, es metonimia) es la sensación de tiempo acumulado, de proceso histórico.
Ya se adivina que ese rasgo visual es el puente que lleva el cuadro a su trasfondo temático.
Pirámides y volcanes: una pareja por demás obvia. Pero cuando algo es "obvio", hay que desconfiar. Que una asociación se brinde tan de primer golpe sólo puede significar que esconde un acuerdo tan hondo que hemos dejado de sentir la necesidad de explicarlo.
Los antiguos mexicanos, al menos los del postclásico, concebían las plataformas escalonadas de sus templos como metáforas de los montes.
TEOCALLI
(...) Significa casa del dios. En tiempos idolátricos, era llamada teocalli. Es alta, como una montaña artificial con niveles, con peldaños.
Los indígenas no establecían una distinción absoluta entre los accidentes de la orografía y sus obras sobre la tierra. En el libro XI del Códice Florentino, que trata de los reinos que nosotros concebimos como "naturaleza", las pirámides y casas vienen después de las eminencias del terreno, las piedras que sirven para ser labradas y los caminos, e inmediatamente antes de las cuevas, como si la pirámide estuviera más cerca del monte y la choza más próxima a la caverna. Es un rasgo clasificatorio.
La pareja volcán-pirámide, claro, no es original de Rojo. En el siglo XX es frecuente. Basta recordar cómo la antigua moneda de cobre de veinte centavos disponía, fantásticamente, un paisaje de la Pirámide del Sol flanqueada por el Popo y el Izta.
Lo que ya no resulta tan sencillo de proponer es que las pirámides sean antepasadas de los volcanes, y eso es lo que ocurre en Rojo. Empezó a pintar plataformas escalonadas. Apenas esas formas empezaron a perder su homogeneidad, al romperse en chorros rojos hacia arriba (Treinta y cuatro pirámides y un volcán, 1991), y tras de ello horadarse con una cuña triangular en lo alto, entonces derivaron en "volcanes". La pirámide (objeto cultural) es curiosamente poco dada a transformaciones. Basta que se aparte ligeramente de su forma básica y se torna en volcán. Por el contrario, los "volcanes" de Rojo (objetos naturales) son multiformes. Lo interrogo, y me responde sin vacilaciones. Aquel cilindro: "volcán". Esta como columna con tope redondeado: "volcán". Aquel rombo flotando en el vacío, este semicírculo con un diente sobresaliente, ese rectángulo con chipotes redondos a la mitad de su fuste: "volcanes". Este cuadrilatero con dos esquinas convertidas en círculo (como "Mickey mouse", dice Rojo) también "volcán".
Y, a la par, otra verbalización reveladora. Cuando en 1992 Rojo empezó a unir dos telas cuadradas idénticas y trabajarlas como díptico, la asociación brotó: son códices, "códices abiertos". "Las veo como dos hojas del códice desplegadas ante nuestros ojos." En esas descripciones, Rojo hace explícito un programa:
Pinto formas antiguas, me dice, pero vistas de una forma contemporánea.
Más que reconstruir el pasado, Rojo nos muestra la interpretación visual que lo hace un presente. La suma de estratos que son sus cuadros, no evocan la idea de un tiempo como sucesión irrepetible de instantes desgajados, de épocas cerradas y finitas. Más bien, crean una "dialéctica de la duración", "una conciencia neta de (la) pluralidad del tiempo social", que, a distintos ritmos, concibe el presente como la superposición de de estructuras muy antiguas, ciclos medianos y hechos novedosos efímeros. Una idea del tiempo netamente moderna, aquella que está claramente representada por el historiador Fernand Braudel: Cada 'actualidad' reúne movimientos de origen y ritmo diferente: el tiempo de hoy data a la vez de ayer, de anteayer, de antaño.
A diferencia de los primitivismos que "rescatan" el pasado para oponerlo a la esterilidad presente, Rojo asume la idea de una continuidad visual que no está en contradicción con una suma de catástrofes. Efectivamente, sus cuadros guardan analogías con los esquemas de representación de los códices prehispánicos: Tales pinturas son bidimensionales, y carecen de fondo.(...) No soprende que sea extremadamente difícil para los no-nativos redescubrir la ruta del ojo en estas superficies coloridas, lo mismo que aprehender la dialéctica de comprensión total contra análisis fragmentario.
Incluso, las pirámides de Rojo son icónicamente idénticas a las representaciones más sencillas de basamentos en documentos tales como el Códice Vindobonensis, en cuanto a crear la sensación de remetimiento mediante el sentido decreciente de la superficie, y por marcar los cuerpos de las plataformas con una diferenciación de claros y oscuros. Se dice con frecuencia: esos esquemas de representación son más conceptuales que figurativos. Importa más el requisito de mostrar los elementos que intelectual y culturalmente permiten comprender un objeto, que intentar fijar un parecido visual.
Claro: Vicente Rojo no es un tlacuilo. Sus pirámides se concentran en el basamento escalonado, y dejan de lado la visión del templo situado en sus alturas. Transmiten, pues, la experiencia actual de las zonas arqueológicas, más que la reconstrucción ideal de sus formas originales. Sobre todo, sus cuadros no son esa asociación de pintura y escritura que tanto desconcertaba a los primeros cronistas europeos. Esta ausencia de un diccionario de símbolos lo distingue de Joaquín Torres García, el constructivista uruguayo, con quien la empresa de Rojo tiene grandes similitudes.
Pero si no hay un relato verbal a ser descifrado, Rojo sí organiza los cuadros para obligar al ojo a actuar como ante una lectura jeroglífica. El texto está perdido, no es posible extraer un mito de estas imágenes. Persiste la práctica de recorrerlas una a una, buscando caminos entre ellas, sabiéndolas estaciones de una ruta que sólo se completa en la cabeza. La tradición no es una transmisión de conceptos verbales, sino el lazo que nos une a una experiencia estética.
Quizá ese tiempo largo es una ilusión. Quizá las diferencias con ese pasado antiguo son ya demasiadas. Pero lo contemporáneo está en hacernos sentir herederos de esa manera de contemplar las imágenes pintadas.
* Este texto fue originalmente publicado en:
Cuauhtémoc Medina, "Vicente Rojo: el pasado que no es pasado" en: Vicente Rojo. Escenarios 1989- 1994. Pintura y escultura, México, Museo José Luis Cuevas-Instituto Cultural Cabañas, 1994. p. 7-16.
Las fotos del MUAC fueron obtenidas del catálogo publicado por el Museo Universitario Arte Contemporáneo, UNAM, con motivo de la exposición Vicente Rojo. Escrito / Pintado (23 de mayo al 20 de septiembre de 2015).
Entonces... ¿qué te pareció?
Comenta, sugiere, disiente... nos gustará mucho escuchar tu opinión.
Contacto