Mauricio Cervantes
El tiempo esculpe más y mejor que la mano del artista, ya que no trabaja en la superficie, sino en la profundidad.
Marguerite Yourcenar
Prácticamente todas las civilizaciones han depositado su conocimiento en dataciones pictóricas o gráficas. Esto incluye tanto las de sus escribas doctos como las de los vulgares. De la segunda clasificación celebro las pintas y grafitis que la lava del Vesubio conservó y han servido para reconstruir la Historia.
Entre los documentos que dan cuenta de mi historia personal encuentro significativo que más de la mitad de las casas de mi carta natal astrológica estén regidas por signos de agua. No es casual que los temas abordados en mi producción artística de más de tres décadas hayan navegado por corrientes fluviales o marítimas, en depósitos naturales o confinados artificialmente. Han sido inspiradores, mundos acuáticos como los de Armilla, una de las Ciudades Invisibles de Italo Calvino en la cual, de los entramados de tuberías, grifos, duchas y rebosaderos surgen los cantos de ninfas y náyades. En los muros de «Baño público» –banno_publico– la cuenta de Instagram de Karel Muñúzuri, encontré el año pasado folios de una impresionante cartografía que me recuerda que no hay nada más persistente y antiguo que las voces grabadas por la misma Tierra a través de sus expresiones geológicas.
Bastaron tres años para que Harold Fisk elaborara dicha cartografía, incorporada al reporte Investigación geológica de valle aluvial del bajo Río Mississippi. Incluye un prodigioso mapa: una proyección del mundo que demuestra que Fisk reconoció la totalidad del río a lo largo del tiempo y del espacio, frente a la paradoja del esfuerzo absurdo de los hombres para contenerlo. Los pacientes registros de fotografías aéreas permitieron al cartógrafo dibujar los contornos de meandros y deltas con una insólita precisión verificada por la NASA 70 años después.
Desconozco si Fisk se sumergió en el conocimiento de los ojibwes, cuya lengua es la que denomina al Mississippi: El padre de las aguas. Fueron también ellos quienes, antes del siglo XV nombraran el lago donde brota su semilla fluvial o las aves que vuelan todavía en sus márgenes: Shingebbis –el pato marrón–, Shada –el pelícano– o Shu-shu-gah –la garza morena–. Son 60,000 los hablantes de ojibwe en Norteamérica. Número reducido comparado con los más de 800,000 que hablan el maya en la misma demarcación continental. Pero basta una voz, un gesto sonoro o pictográfico para detonar un alud, tan inmenso como el movimiento de los sedimentos sólidos desplazados por El padre de las aguas: un promedio anual de 380 millones de toneladas. La voz que obturó el gatillo para mi alud interior fue el nombre que los ojibwes se dan a sí mismos: Anishinaabe. Para algunos lingüistas: «los que saben mirar pinturas». En este caso, fui yo el impelido a mirar los mapas del río.
No se reduce mi fascinación por los mapas al trabajo de los topógrafos ni a los instrumentos de medición milimétrica de los ríos con los que cuenta la NASA. Mi mayor interés en ellos está en la certeza de saber que un puñado de arena o un trozo de glaciar pueden contarnos relatos de la geología capturados a lo largo de millones de años.
Si las líneas de esos mapas terminados en 1944 registran de manera acuciosa los cursos del Mississippi por milenios, quiere decir que también contienen la memoria de los grupos humanos que habitaron en sus márgenes, e invariablemente la de las otras especies que empezaron a correr, a nadar o a volar allí antes de la llegada de nuestros primeros abuelos.
No sería yo el primero en parafrasear o intervenir esa cartografía –abordada ya a través de todos los medios imaginables– si mi interés fuera solamente plástico.
He intentado condensar mi aproximación visual y manual a la cartografía en períodos de 90 días –los mismos que tarda un grano de grava o arena en trasladarse desde el nacimiento del enorme río hasta su desembocadura en el Golfo de México–. Del primer período surgieron archivos digitales para impresiones que ahora estoy interpretando con «afluentes pictóricos» de encáustica sobre grandes telas. Al momento de firmar estas líneas estoy confeccionando una colección de plantillas y escantillones que reproducirán a escala el curso de los meandros. Con esas plantillas marcaré y repasaré incisiones en gruesas capas de cera y pigmentos, emulando con el recorrido de mi instrumental, el del río que ha tatuado la piel de Norteamérica a lo largo de milenios.
Mover la mano o el cuerpo en gestos que repliquen al pintar, los cursos de la corriente más caudalosa de Norteamérica, es una manera de deambular por sus márgenes o navegarla. Finco en ese ejercicio una expresión de esperanza, para que las aves que lo sobrevuelan sigan usando esa línea migratoria desde el Océano Ártico hasta la Patagonia.
John Cage, Xenakis y una pléyade de compositores después de ellos han mostrado la pertinencia de usar lenguajes gráficos ajenos a la música como notaciones para su ejecución. El título que escogí para este texto no es una coquetería lírica: sería viable convertir en partituras los recorridos de los ríos. En los mapas del Mississippi de Harold Fisk y de la NASA podrían encontrarse los primeros apuntes. Por mi parte, cada incisión, cada fragmento recorrido con espátulas y pinceles a lo largo del cinturón de meandros evocará un peregrinar imaginario por todo el Continente, que honre la resistencia de los pueblos originarios desde Alaska hasta la Tierra del Fuego, a quinientos años de la caída del último bastión mexica en el corazón de Mesoamérica.