
Roslisham Ismail, Secret Affair, Singapur Biennale 2011, (foto: https://www.flickr.com)
Carlos Pascual
1
Cruzábamos la península de Yucatán de la costa del Golfo a la del Caribe en un auto que hasta entonces no no nos había dado ningún problema, cuando un golpe sordo nos puso los pelos de punta al pasar un tope que era más bien como un lomo de ballena disimulado entre el asfalto –los topes siguen siendo en México el único argumento estatal para convencer a los conductores de disminuir su velocidad–.
Luego del golpe sordo y antes de que los pelos se nos relajaran por completo, un ruido nada sordo y esta vez constante nos alertó de que el tubo de escape del auto había perdido todas sus capacidades para hacer sutil la combustión interna, además de arrastrarse lastimosamente sobre el asfalto.
Como en una película de bajo presupuesto, cuando pensábamos que estábamos perdido en medio de la nada, un pintoresco pueblo apareció a la distancia y cuando nos acercamos a éste, un único letrero comercial se erguía sobre la azotea de la primera casa: "Se arreglan mofles."
En el patio de la casa, de tierra asada por siglos y a 37 grados centígrados a la sombra de un raquítico arbusto, esperábamos el veredicto. El hombre apareció debajo del auto; no debía medir más de un metro sesenta y sonreía con unos dientes de perlas cultivadas: "Sí, está jodido", nos dijo, "hay que cambiarlo."
"¿Tiene repuesto?", le pregunté con miedo.
"No, lamentablemente," me dijo en un dulce acento yucateco. "Pero algo podremos hacer," sentenció al limpiarse los flancos de los pantalones y se encaminó a una bodega.
Desde la raquítica sombra en el patio escuchábamos los ruidos de una batalla desigual en la bodega y yo me aventuré a asomarme por dentro para saber qué estaba sucediendo: el hombre se encontraba casi completamente metido en el interior de una vieja estufa de cocina de donde salió de pronto entre una nube de polvo de plata con un reluciente tubo amarillo que me mostró como algún día alguien mostró a otro la primera rueda.
2
La primera vez que escuché que algo no se podía arreglar, fue en Eslovenia –en México nunca escuché una frase así; para un mexicano decir que no puede arreglarse algo es tan conflictivo como para un esloveno decir que no se encuentra ocupado–. El auto de mi mujer dudaba; dudaba si quería encender, dudaba si quería avanzar, dudaba si se le conminaba a apagarse.
"Este auto necesita un mecánico," le dije yo.
"No," me dijo ella, "es decir sí, necesita un arreglo, pero no se puede arreglar."
"Ah, caramba," dije yo. "¿Cómo que no se puede arreglar?
"No, no se puede. Ya lo llevé hasta a la agencia oficial y ahí mismo me dijeron que no podía arreglarse."
Sonaba a un argumento sólido, aunque contravenía toda mi experiencia de vida. Algo tendrá que hacerse, pensé, pero mientras me fui acostumbrando a un auto que dudaba.
Hasta que no pude más: vendimos el auto a alguien que no le importaba que dudara y nos compramos otro.
Esta experiencia me preparó a nuestro asunto con el refrigerador.
3
"Yo asesiné a un refrigerador cuando era un niño", decía el inicio de un poema mío de hace muchos años. Y era cierto: era un poema confesional. Yo había asesinado a un refrigerador en los años setenta, en nuestra casa familiar, cuando era un niño. Le había hendido la hoja de un cuchillo en las venas metálicas del congelador, en el desesperado esfuerzo de extraer una charola de hielos metálica que se encontraba adherida a su base.
Cuando el técnico terminó de revisar los daños, se sentó sobre las baldosas rojas de la cocina negando con la cabeza y tallándose los ojos con las yemas de los dedos, como si hubiera terminado de hacerle una respiración de boca a boca al abominable hombre de las nieves.
"¿Y?", preguntó mi madre que temía lo peor viendo al hombre negando en silencio.
Yo me encontraba en contrición, en la esquina más lejana de la cocina, esperando una sentencia de por vida sin derecho a libertad bajo palabra alguna.
"Le puedo arreglar el refri, patrona," dijo el hombre, tragó saliva, dejó de frotarse los ojos y la miró devastado, "pero le va a costar más que comprarse uno nuevo."
Sí, esa era la forma de aceptar en México que algo no podía arreglarse. Mi mujer me dice que lo mismo dicen de común aquí.
"Sí," le respondo, "pero no con la misma devastación."
En México, por lo menos en ese entonces, se decía eso como se recibe una afrenta; con el corazón derrotado en la mano. Aquí te lo dicen mientras responden a un mensaje por WhatsApp.
A aquel refrigerador lo vi salir una mañana lluviosa por la puerta del garaje. Los hombres de la basura, mi madre, las muchachas del servicio, todos guardaban un silencio episcopal.
4
El hombre yucateco se introdujo debajo del auto con aquel tubo amarillo y después de bufar como un buey de yunta entre el metal aún caliente del auto y la tierra nada fresca del patio, salió a la luz ardiente del día con un rostro que no le hubiera sentado mal a Teseo al salir del laberinto, se limpió el sudor de la frente con un limpio movimiento del brazo cobrizo y me dijo:
"Quedó mejor que el original, amigo. Eso y además que el amarillo es un color muy alegre y muy bonito. Le doy 10 años de garantía. Aquí lo espero si algo le falla."
Nos despedimos del amigo entre risas y abrazos dejándole algo más de lo que nos pidió por el trabajo, para que se fuera a tomar unas cervezas.
El auto terminó de cruzar silencioso la península, de verdad, como si hubiera apenas salido de la fábrica. Yo le había tomado al hombre su garantía de palabra como una broma y pensaba volver al centro del país y hacerle ver el auto a un especialista e instalarle un mofle original. Pero el tubo de la estufa nunca me dio ningún problema y el auto lo vendí muchos años después, aún con el alegre tubo de escape del yucateco en la barriga.
5
Hace ya casi un año que nuestro refrigerador en Rozna Dolina rehúsa a apagarse por sí mismo (no duda; se niega).
"Es el termostato," le dije a mi mujer después de auscultarlo por unos minutos –y teniendo cuidado de no tener ningún cuchillo a tres metros a la redonda–. "Llámale a un técnico y dile que hay que cambiarle el termostato."
"No, señora, esa marca no la manejamos", "no, nosotros sólo atendemos refrigeradores industriales", "aquí no reparamos, sólo vendemos", fueron sólo unas de las primeras respuestas. Luego por fin alguien que reconoció la marca de nuestro refri dijo: "Ah, sí, esos eran unos refris rusos que se vendieron por aquí en algún tiempo. Ya nadie los vende ni los arregla."
"Diles que no tiene que ser un termostato original. Que pueden colocarle uno cualquiera," le dije a mi mujer. "Diles que, si hasta tienen uno que no quepa adentro, lo pueden colocar afuera."
"¿Afuera?", me dijo con horror mi mujer.
"Sí, afuera," le corroboré. "lo que sea antes de ver salir otro cadáver de refri por la cochera."
6
En algunos países del mundo, comienzan a aparecer pequeños talleres, clínicas y cafés donde jóvenes y viejos entusiastas se reúnen para arreglar lo que se declara inarregable. Sitios donde se escucha la música en tornamesas y discos de vinil y donde se intenta redirigir nuestro camino de sobre-consumo a uno de mayor reúso y reciclaje; sitios donde se cree que la tendencia actual no podrá sostenerse y que en algún momento se colapsará y entonces estaremos de verdad obligados a repararlo todo, con la esperanza de que esto suceda antes de que se nos olvide lo que es un termostato.
***
Por lo pronto mi mujer y yo nos turnamos para aparecer por casa en medio del día para apagar o prender el refri. Si salimos de la ciudad, le pedimos a mi suegra o a mi cuñado que se den una vuelta para que nada se congele ni nada se pudra ahí adentro.
Todo, con tal de no buscar un sitio para el cadáver y luego ir a una gran tienda y comprar un gran refrigerador nuevo.
(Por las noches y andando en bicicleta entre la oscuridad a veces me parece ver un hombre, despareciendo por una esquina con un reluciente tubo amarillo en la mano.)
Sobre EL autor
Carlos Pascual (Ciudad de México, 1964) estudió –mientras trabajaba– cine, teatro y literatura entre la Ciudad de México y Los Ángeles, California (UCLA), y ha escrito extensamente para radio, revistas, televisión, teatro y cine, mientras realiza todo tipo de trabajos. En Eslovenia, donde vive desde hace 9 años, escribe para diversas publicaciones y ha publicado el libro de ensayos O Sluzkinjah, Visokih Petah en Izgubljenih Priloznostih y un híbrido llamado Debeli zidovi, majhna okna.