Laura Martínez Alarcón
"A mí el gusto que me da es que todos nos vamos a morir", sentencia doña Catalina mientras recoge su canasta colmada de flores antes de perderse entre los sepulcros de San Gregorio. Es Día de Muertos y la visita al panteón es obligada. Es medianoche pero parece mediodía por la cantidad de gente que va arribando desde los pueblos cercanos a la zona lacustre de Nativitas, al sur de la Ciudad de México.
Cientos de vecinos vienen a esperar la llegada de sus muertos y acuden a la cita cargados de la parafernalia típica de estos días, desde las flores de cempasúchil y las mantas para cubrirse del húmedo frío, hasta el aparato de música con la selección favorita del difunto. No falta la escoba y los baldes de agua, esa noche se ocupan de barrer y limpiar la lápida de falso mármol, quitar los hierbajos y acomodar los ramos de flores. Aquí nadie llora y todo el mundo faena. Los jarros de café empiezan a circular mientras las viudas y los huérfanos adornan la tumba de los ausentes con velas y cirios. "Iluminar su camino es lo más importante, dice don Carmelo, "porque las ánimas vienen de un lugar muy oscuro". A sus hijos, les ha aleccionado: "lo primero es la cera". Este viejo campesino tiene en San Gregorio a sus padres, esposa y dos sobrinos.
El pequeño cementerio de tierra y ahuehuetes, de vírgenes coloridas y ángeles de escayola, abriga por una noche y buena parte del día a gente del pueblo, como la familia Castro Xolalpa, que desde días antes inició los preparativos. En la plaza de Tenancingo compraron las cazuelas y los sahumerios donde se encenderá el copal y consiguieron las ceras de una libra para los muertos grandes y de media libra para los chiquitos. En el mercado de Xochimilco adquirieron la fruta de la estación: plátano morado, naranjas y guayabas, tejocotes, cañas y calabazas, así como alamares y golletes pintados de rosa mexicano, los panes típicos de la temporada. Del pueblo de Mixquic trajeron las calaveritas de azúcar con el nombre de cada miembro de la familia, mismas que los niños se comerán al final de la jornada, siempre y cuando se porten bien. En casa, cocinaron los tamales de dulce, los verdes y rojos; el arroz con mole y el imprescindible atole que la familia irá consumiendo mientras el frío arrecia y las ánimas van llegando. Sobre la sepultura, que esa noche sirve de improvisada mesa para el banquete, compartirán la comida y recordarán a los parientes que "ya descansan en paz".
Mientras a lo largo de los pasillos se van colocando las flores amarillas que sirven de guía a los muertos, en una de las tumbas se escuchan los primeros acordes de un mariachi desafinado. Unos pequeños juegan al escondite entre las criptas y una pareja adolescente intercambia besos bajo la atenta mirada de un San Francisco de piedra. Por detrás de un mausoleo de azulejos verdes y amarillos que alberga los huesos del más rico del panteón, surge la figura de una niña que vende su mercancía: "alegrías…alegrías…compren sus alegrías". Son los dulces prehispánicos elaborados con semillas de amaranto y miel, las alegrías de toda la vida.
Afuera del panteón de San Gregorio Atlapulco, los parientes y amigos se encuentran y abrazan junto a los puestos de antojitos y café. Algunos se cubren con pintorescos sarapes de lana y gorras de béisbol de los Yanquis de Nueva York. Otros reparten jarros de pulque o tequila y se fuman un cigarrito. Todos asisten a San Gregorio a velar a sus difuntos, compartir su itacate y honrar con júbilo la memoria de aquellos que "sólo se nos han adelantado en el camino", como asegura doña Catalina al salir del cementerio, cuando está a punto de salir el sol.