
Piel de barro, (2011) de Girasol Botello (Foto: www.admagazine.com)
Ángel Fuentes Balam
—Te amo —dice, y arruga la cara, cerrando los ojos.
Además:
De esa época conservo algunas fotografías.
En Gazapo, de Gustavo Sainz
1
Cada vez que termino la novela del Gus, rematada con esa frase luminosa que, según José Agustín, condensa "la atmósfera de eternización del momento", imagino al protagonista, Menelao, pasando los dedos sobre el papel donde se halla retratada Gisela. Él, ya erosionado por "la espuma de los días" (robo descarado a Boris Vian), sonríe acariciando la foto, rememorando los instantes disparatados que dan cuerpo a la historia. Con ese roce ínfimo de sus yemas, reviven las aventuras, rejuvenecen la pelvis y el corazón.
Yo cierro el libro y también lo acaricio, transformándome en aquel adulto Menelao, suspirando por una Gisela secreta: es ella la pasta dura de mi edición, su lomo, su contraportada; voy más allá: gracias a ese tacto del cartoncillo despegándose en las esquinas o de los bordes arrugados, encuentro la mano de todas las Giselas que conocí. Ahí me siento reconfortado.
¿Qué nos lleva a acariciar un libro cuyas letras ya hemos consumido? Quizá la melancolía por no habitar más en el insoportable gerundio: estar leyendo y estar acabando. O quizá sea solamente que, desde las raíces de nuestro cerebro primitivo, respondemos al impulso de intentar dibujar esas historias para volverlas realidad, como los cazadores en el paleolítico. Sea cual sea la respuesta, surge la caricia cual bálsamo para aliviar ese adiós anunciado desde la primera línea.
Escribió Ignacio Martín-Baró: "la caricia es palabra hecha carne, puede presentarse como monólogo o como diálogo". En su fenomenal ensayo "Psicología de la caricia", apoyado en una prosa poética reveladora, nos demuestra que antes de existir como seres verbales, somos seres táctiles. Buscamos tocar el mundo, deslizar nuestros dedos en los cabellos de la madre, en el pelaje de los animales, en el rostro de un niño o en la piel cansada de los abuelos. Ante un obsequio, sucumbimos al deseo de acariciar antes de abrir o rasgar su envoltura; si estamos frente a un violín o un piano, seamos ejecutantes o no, lo primero que hacemos es dejar que su forma (intenso erotismo de los instrumentos músicos, tejido para un ensayo aparte) seduzca nuestras manos huérfanas de superficie; por supuesto, el sexo es caricia telúrica, fricción mojada que nos devuelve al vientre materno. Alfonso Reyes lo sabe mejor que nadie: nos habla en su poema "Caricia ajena" de aquella que no nace aún y duerme en el hombro del amante. ¿Y qué no cantó Girondo, en unos de sus versos más demoledores: "no hay ternura comparable a la de acariciar algo que duerme"? Nuestro cuerpo exige el roce, ya sea como una hambrienta fiera a su presa o como un pétalo a la gota de agua.
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Veo algunas fotografías de mi hija. De Texcoco a Yucatán su sonrisa anima mis latidos. Acaricio la pantalla del teléfono y mis dedos resbalan en su dureza; una aplicación se abre sin querer, por la sensibilidad del dispositivo. No hay calor en la mejilla de mi niña, no hay sudor por el juego constante, no se enredan mis manos entre sus rizos. El smartphone abre publicidades que no quiero ver. Me asaltan las ganas de aventarlo a la pared y apretar sus componentes en mi puño, para sentir algo más que su inocua superficie. Cierro la foto de mi hija. Abro un video. Cierro el video. Abro una clase. Cierro la clase. Abro la página en blanco. Si no es el vidrio triste del celular, es la cuadratura ecuánime del teclado. Eso sí: la ergonomía se hace una ciencia exacta con el paso de los años.
En un universo hecho a nuestra imagen y semejanza, uno creería que el tacto sería el sentido privilegiado; pero no es así. Ese sentido se ha devaluado a ser un vehículo para los órganos de la cabeza; mientras más emulan los objetos la forma de nuestras manos, menos cantidad de tiempo se dedica a la pura experiencia de tocar.
A este panorama alarmante para los religiosos de las caricias, sumemos la crítica situación que nos doblega desde hace casi medio año: El Covid-19. Un virus mortal que ha logrado lo que ninguno: el miedo profundo a tocar. Sartre estaría extasiado, con eso de que "el infierno son los otros". La "sana distancia" se convierte de a poco en un dogma: en las plazas, los parques, los supermercados, nos escondemos, caminamos a prisa con tal de no someter nuestra epidermis a la duda fatal de infectarnos con el enemigo. Es una obligación cívica, una norma humanitaria para prevenir el contagio; ninguno de nosotros lo contradirá. Sin embargo, nuestro futuro parece albergar una sociedad en la que acariciarlo todo, sea, cuando menos, un acto reprochable. Esta catástrofe ha impuesto la lejanía como nueva normalidad.
Aquellos que adoremos sumergir nuestros pies en el lodo, masajear el pecho encendido de nuestros amantes, limpiar los mocos de nuestros hijos, dar volteretas en el piso del patio, ensuciarnos la ropa con el polvo de las banquetas, dar la mano y "mucho gusto", abrazar a un amigo que se despide, yaceremos abandonados de caricias.
Ante esta hipotética desgracia, más vale prevenirnos: si podemos, hoy, acariciemos. Usemos la pandemia como un destinador para reencontrarnos táctilmente con nuestra familia. Resistamos en la caricia.
Y esta crisis también nos presenta el reto del cuidado colectivo. Encontremos nuevas formas de tocar: quizá la palabra, la mirada, la sonrisa oculta tras el cubrebocas. Abriguemos con el aura a aquellos que son vulnerables a la enfermedad.
Aprendamos a asumir la caricia como dialéctica, como poesía desatada —al alcance de un milímetro— entre la áspera rutina del distanciamiento. Acariciemos a nuestros amados, leamos en su piel los tiempos idos; habitemos el ahora, la caricia que no deseamos terminar, igual que un buen libro que nos cuenta lo que podemos llegar a ser.
Y repitamos con la pasión de un rezo aquellos versos de Nervo: "Vivir sin tus caricias es mucho desamparo". Contra la agonía de la caricia, obedezcamos, también, al prodigioso Dylan Thomas: "¡Rabia, rabia!". Porque el verbo se hace carne y hay que hundir nuestros dedos en su herida.
Sobre EL autor
Ángel Fuentes Balam. Mérida, Yucatán, México. 1988. Director de teatro, escritor y actor. Director de "Perros que parecen laberinto Teatro". Es autor de los libros: Melodía tu engranaje quieto (Editorial El Drenaje), Cruoris o la rabia que fuimos (Libros en Red), Devoré el cráneo de Eros (Ediciones O) y Ya nadie cuida las antorchas (Sangre Ediciones. En proceso). Ha publicado en antologías y revistas a nivel nacional e internacional. Productor de: "Buqueic" (2017-2018), presentación de lectura y acciones escénicas sobre literatura erótica, realizada por autores mexicanos. Actualmente, es director y profesor de la Compañía Escuela de Teatro de "El Claustro", en Campeche, y cursa el Diplomado en Creación Literaria del INBAL.