SAÚL KAMINER:

UN HOMBRE ABRAZADO A SU PROPIO ROSTRO.
Saúl KaminerGuematría Torre (detalle).

Zoe Valdés

Julio, 2020

“La máscara es la impasibilidad, pero detrás de la
máscara hay un rostro vivo y atormentado”.
Octavio Paz.

 

Todo lo que hay que observar es un hombre abrazado a su propio rostro. Un hombre que camina en puntillas dentro de la mirada licuada, y a veces se acuesta en posición fetal, a descansar en ese interior enigmático, hundido e infinito dentro de su apacible mirada. Un rostro tragado por el hombre. O el hombre devorado por su cara. Cual el árbol japonés del cerezo engullido por las tumbas de un cementerio.

 

Es un hombre sereno que sondea su identidad a través del movimiento y su deseo. El deseo dibuja un circulo sombreado alrededor de sus labios. En sus pupilas ondula el verdor del océano donde habitaron las Límulas antes del rostro, a veces el agua rutila turbulenta.

 

Antes del rostro, donde ya existió sin escribirse la gran poesía. Mucho antes de las huellas del tiempo y de las lágrimas. Límulas marcando con un azul intenso la trayectoria del riachuelo en la cicatriz, ¿o es una arruga? ¿O es una oruga que con su lentitud irá pautando el tempo de la letanía?

 

Todo es letanía en la obra de Saúl Kaminer, letanía ancestral, originaria de diversas culturas, reunidas y detenidas en el núcleo de su feudo: la pasión y el conocimiento. Juntos aunque contrarios. Todo es tierra, agua y luz. Todo es ritmo, compás telúrico; “música de las esferas” que escribiría el poeta Pedro Salinas, en su inmensidad artística y científica.

 

La vida y su doble, la muerte, hierven en el ombligo del tótem imaginado y eternizado, moldeado por una estela láctea en perenne contoneo. Y la sonrisa se insinúa concreta en la abstracción precolombina de lo que silencia la pátina envejeciendo la mueca de la máscara.

 

La historia pesa en el hilo de la memoria. La historia abrumadora del éxodo y su contorno de emociones inexploradas donde se adivina la búsqueda arqueológica, allá en la más sagrada de las constelaciones, en donde también anida el aplomo y la duermevela. Y claro que, como escribió otro poeta, Charles Simic: “Esto es la gran poesía. Una magnífica serenidad frente al rostro del caos”.

Aunque en la obra de Kaminer vibran espejeantes el fuego y el ardor, siempre aparecerán silueteados por una armónica tranquilidad, por un pensamiento muy suyo, que es pura creación, pura poesía, noble introspección, sujetado, aferrado a lo que el rostro le cuenta a la máscara, y lo que ella le narra después al reflejo.

 

Kaminer es un inventor de oblicuas lecturas en los espejos. Un reinventor de la sombra como piel (miel) endurecida. Un artista que ha entendido que la sangre con la que se pinta se convierte en miel, y la miel recorrerá las facciones, como antes la sangre por las arterias, hasta devenir máscara.

 

En todas estas formas e imágenes, en sus máscaras que descienden lo mismo de una arboleda, que del lamento de las pirámides, o del vuelo arrollador de un pájaro, hay un sentido, o varios sentidos, pero el más importante a mi juicio es el de observar y descubrir en la naturaleza un eterno canto lírico, un sistema de significados donde reina exclusivamente el misterio. El de aprehender de la tierra que todo origen de cualquier cultura, cósmica o caótica, estará relacionado con la poesía, el arte, la historia, pichones de un mismo nido, sinrazones o hallazgos del mito.

 

Todo aquí (el aquí es la máscara) es también ecuación matemática, allí (allí es el posible rostro aún no moldeado, en vísperas de la creación) donde al final siempre nos esperará la poesía, como en la frase de Poincaré.

Todo es orden y desorden, sumado y restado, todo es vicio refractario de la imago, fascinación silueteada por una titilación rumiante, en apabullante sinfonía estelar. Todo es melodía tanteada.

 

Todo es alma y espíritu, besados en el universo.

 

La perspectiva funciona como avizorada desde una escalera de barro, como desde un aro de sueño, y hasta el color va emergiendo de sus manos como las palabras del centro de gravedad, o como un gorrión de la garganta de una nube. O quizá como el alarido del violoncelo acompañando el orgasmo de una ninfa.

 

Todo es amor en la obra de Saúl Kaminer: porque todo es cuerpo, reposo y latido, caricia de la mirada, vibración crepuscular. Todo es arte en Kaminer, en una época en la que ya casi nada lo es. Todo es surrealismo y clarividencia, alquimia figurativa o abstracta. Todo invita a que la escritura sea sólo desnudez y murmuraciones atrevidas de la máscara.

 

Zoé Valdés.
París, 2 de abril del 2014.

 

Texto y fotos, cortesía del artista.

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