Vigilar y Vender

El monstruo detrás del Big Data

por Gabriela Galindo

Julio, 2020


La paranoia ha crecido, nos sabemos vigilados, nos observan y controlan por todos los medios que utilizamos para comunicarnos, ya sea por medio de los correos como Gmail o Yahoo, en las redes sociales e, incluso, cuando hablamos por el celular, rastrean nuestras llamadas y escuchan nuestras conversaciones que, supuestamente, deberían ser ‘privadas’.

La triste verdad es que esto no es del todo falso, ni ficción, y ni Orwell se hubiera imaginado que su Big Brother ya se quedó chiquito ante monstruos como Amazon o Google. Pero, en principio, hay que entender que no se trata de personas que leen nuestros mensajes o escuchan nuestras llamadas telefónicas; no son decenas de espías que, como en las películas de antaño, formaban largas filas de personas con audífonos escuchando horas de conversaciones inútiles hasta encontrar un dato que pudiese ser sospechoso o tal vez, peligroso. Basta pensar que un cliente de Amazon que compra productos con regularidad, a lo largo de un año podría llenar unas 15 mil páginas de los datos que esta empresa registra del consumidor, cantidad imposible de procesar manualmente.

Hay que imaginar el escenario un poco al estilo The Matrix, cientos de pantallas que despliegan millones de datos por segundo que están siendo registrados, mientras que el gran cerebro, se encarga del procesamiento de la información por medio de miles de sofisticados algoritmos matemáticos que convertirán estos datos en información útil. Entendamos que estos famosos “algoritmos” de los que todo mundo habla, no son más que una serie de operaciones sistemáticas programadas para hacer un cálculo y resolver un problema. Esto, en el campo de las aplicaciones que usamos a diario, se traduce en cálculos (de unos y ceros) programados para detectar variables y disparar una acción. Estos algoritmos permiten la detección de, por ejemplo, palabras clave en un post de Facebook, una conversación por Whatsapp, o en un mensaje de correo, y van a disparar respuestas que, por lo general, se reducen a colocar una información específica en los espacios indicados como publicitarios, es decir, te van a lanzar anuncios y contenidos que ellos consideran pueden ser relevantes para ti de acuerdo con tu historial de navegación y conversaciones, con el objetivo principal de que compres, compres y compres muchas cosas.

A diferencia de lo que Foucault puntualmente describió como la vigilancia para sostener el poder político, lo que hoy estamos padeciendo es una vigilancia para convertirnos en consumidores compulsivos, acríticos y manipulables. El castigo en la actualidad, ya no es un potro de tortura o un hierro ardiente en la garganta, sino padecer todas esas trampas publicitarias que nos seducen hacia la compra de algún artículo inútil o la suscripción a un juego idiotizante; o peor aún, quedarnos atrapados por horas en un canal de YouTube que presenta las cirugías plásticas más desastrosas y, mientras vemos esos horrores, nos bombardean con anuncios por todas partes que sorteamos a base de clics para seguir viendo un contenido de porquería.

Foucault sabía, desde antes de Internet y los teléfonos móviles, que las prácticas de vigilancia se basan en tecnologías de control, pero a Foucault le faltó un detalle, el considerar que el poder estaría centrado, no solo en el sometimiento ante un poder político que intenta controlar a la población, sino en la subordinación ante los monopolios de la publicidad y la venta masiva de productos. Pero, ¿cómo es que estas empresas han alcanzado ese nivel de sofisticación para registrar y controlar nuestra información?

En primer lugar, porque les hemos dado permiso. Nos preocupa nuestra privacidad pero aceptamos sin leer las condiciones que las aplicaciones que descargamos nos ponen en los contratos. Tomemos como ejemplo el Facebook que en una parte del contrato de su servicio dice:

Al usar nuestros Productos, aceptas que podemos mostrarte anuncios que consideremos que te resultarán relevantes. Usamos tus datos personales como ayuda para determinar qué anuncios mostrarte….
No vendemos tus datos personales a los anunciantes ni compartimos información que te identifique directamente a menos que nos des tu permiso expreso.[1]

Esto, en palabras llanas, significa que hemos autorizado el uso de nuestros datos para lo que ellos quieran, ellos deciden qué es lo relevante para mi y usan mi información para ese efecto; y es verdad que no venden nuestros datos a menos que les demos permiso expreso, pero, ¿cuántas veces no hemos entrado en esas páginas que te ponen un juego para saber cómo te verás cuando seas mayor, o como serías si fueras del sexo opuesto? ¿Cuántas veces no han caído en la tentación de publicar un “selfie”, transmitir algo en vivo o colocar un filtro en una foto del perfil personal? Pues ahí está, con eso ya autorizamos a un desconocido para ver, utilizar y vender nuestra información personal, y no sólo eso, sino que le damos acceso a la cámara y el micrófono de nuestro teléfono o la computadora.

Esto significa que, cada vez que le haces clic a un botoncito que dice “Acepto”, estas rechazando tu derecho a la privacidad. Ninguna declaración en los muros (de esas que por temporadas a la gente le da por publicar como si sirvieran de algo) impedirá lo que ya aceptaste, tal como lo declara la advertencia que aparece en el largo contrato de Facebook y nunca leímos:

Recopilamos información sobre las personas, las páginas, las cuentas, los hashtags y los grupos a los que estás conectado y cómo interactúas con ellos … de las personas con las que más te comunicas o los grupos de los que formas parte… tu información de contacto, así como tu libreta de direcciones, registros de llamadas e historial de SMS.

Además de: información sobre transacciones realizadas y cualquier actividad con otros usuarios; información que otros proporcionan sobre ti; las computadoras, los teléfonos, los televisores y otros dispositivos conectados a la web que usas; información de tu sistema operativo, versiones de hardware y software; los movimientos del mouse; ventanas en segundo plano; identificadores únicos y de dispositivos como juegos y apps; señales de Bluetooth e información sobre puntos de acceso a wifi; ubicación de GPS, la cámara y las fotos; datos provenientes de las cookies almacenadas en tu dispositivo
y la lista sigue y sigue.[2]

¿Así, o más claro?

Los contratos, en teoría, son un medio para hacer patente un acuerdo entre una persona y una comunidad; es la forma en la que el Estado (o una autoridad sea privada o no) adquiere información sobre los individuos y sus contextos sociales (registro de nacimiento, propiedades, matrimonios, divorcios, etc.). Esto, en primera instancia, debería tener como objetivo la procuración del bienestar social e individual, sin embargo, sabemos que también son el mecanismo para controlar y colocar a la población dentro del sistema de vigilancia. Al firmar un contrato estamos dando nuestro consentimiento para formar parte de este sistema de control.

La pregunta sería entonces, ¿por qué les damos permiso? En primer lugar, porque queremos hacer uso de servicios que aparentemente son gratuitos. No pagamos, pero como dice el dicho, lo barato (o lo gratis, en este caso), nos está saliendo muy caro. Es obvio que una aplicación que no me obliga a pagar nada como el Whatsapp o, el actualmente usadísimo Zoom gracias a los tiempos de pandemia, de algún lado obtienen sus ganancias. De este modo, para no pagar por este servicio, ponemos a disposición de estas empresas nuestra historia personal, datos, contenidos, contactos, fotos, etc. Y esto parece ser que está resultando mucho más rentable que pagar una cuota periódica, ya que es el modelo que la mayoría de las aplicaciones está utilizando.

En segundo lugar, compartimos información con empresas para obtener ciertas ventajas, tales como descuentos, accesibilidad a productos que no consigo en mi área o entregas exprés a domicilio. Tal es el caso de Amazon, el monstruo del mercadeo en línea que ha monopolizado prácticamente más del 70% de las ventas mundiales en medios electrónicos. Hay un excelente reportaje, realizado por la Deutsche Welle alemana[3] , que explica cómo es que la recolección de datos es el factor que hizo posible el crecimiento desmedido de esta empresa. El video comienza con una escena de una mujer que recibe un paquete no solicitado de Amazon, al abrirlo descubre con desconcierto una serie de productos para bebé: “Lucía está embarazada, Amazon lo sabe, aun antes de que ella se de cuenta”. Esto, aunque parece una ficción (pues aún no nos instalan un chip dentro del cuerpo), no está tan alejado de la realidad. Amazon cuenta con toda la información del comportamiento de sus suscriptores, qué compra, cada cuánto, a dónde viaja, que películas ve, qué sitios visita, qué música oye, qué busca en internet, si está sano o enfermo, y un largo etc.; y basta con que cualquiera de sus comportamientos habituales cambie, para que se disparen una serie de alertas y marquen una modificación en la vida de estas personas. En el caso de la chica embarazada, el dato se sostiene en que muchas mujeres comienzan a cambiar sus hábitos de compra, aún antes de saber que están embarazadas: como la compra de ciertos productos salados y los jabones y cosméticos sin olor. Así, al momento que se detecta la compra inusual de cierto grupo de productos… Amazon sabrá que hay un nuevo consumidor en camino. Este reportaje evalúa los alcances y peligros potenciales de muchas de las tecnologías que ya están en uso, tales como el reconocimiento facial o aplicaciones como Alexa que ya es capaz de reconocer no sólo lo que decimos, sino también lo que sentimos; y, nuevamente, somos nosotros, los clientes y usuarios, los que estamos voluntariamente alimentando el crecimiento desmedido de estas empresas.

Finalmente, el tercer factor que nos lleva a permitir la vigilancia de nuestras vidas (y creo que el más peligroso), es el miedo. El miedo de ser asaltados, miedo que alguien se meta en nuestra casa, que nos roben el teléfono, el miedo a caminar en la calle... La gran mayoría de cámaras de vigilancia que hay en el mundo no han sido instaladas por los gobiernos o autoridades locales, sino que son de propiedad privada y, aun sabiendo que existen instancias gubernamentales que nos pueden obligar a compartir la información grabada con las autoridades, preferimos ser vigilados con tal de sentirnos “mas seguros”.

Tal como lo relata un estudiante de cine holandés, Anthony van der Meer,[4] quien después de haber sufrido el robo de su teléfono, decidió hacer un experimento: compró un segundo teléfono y le instaló un software de rastreo antirrobo en una parte oculta del sistema para hacerlo invisible e imborrable, con el objetivo de permitir que le robaran este segundo aparato y con ello rastrear qué pasaba con él. Al cabo de unos cuantos días de seguir la señal del móvil robado, la cantidad de información que pudo recopilar era alarmante, no sólo pudo ver las locaciones, sino tuvo acceso a los contactos, llamadas, mensajes, e incluso a la cámara y el audio del autor del crimen. Pudo ver al ladrón en vivo y en directo y durante varios días lo estudió a fondo.

Anthony pasó de la simple curiosidad a la compasión y empatía, hasta llegar al miedo. La idea de que el vigilado también pudiese estarlo vigilando a él, lleva a Anthony a abandonar el rastreo y perder de vista el destino del aparato. El sistema de vigilancia requiere a su vez de un sistema que lo proteja, como el panóptico foucaultiano en donde por medio de una torre central, el que vigila, está oculto y protegido de ser vigilado.

De igual manera, compartimos nuestra información con Google, pero es casi imposible obtener información de cómo ellos operan, lo mismo sucede con Facebook, Amazon, Apple y similares. No existe ninguna ley que los obligue a revelar la clase de información que recopilan, así como tampoco muestran con claridad los usos reales que le dan a nuestros datos; los contratos que firmamos con ellos son interminablemente largos, sinuosos y tan generales que es prácticamente imposible ganarles cualquier batalla legal.

El avance imparable de estas tecnologías ha logrado que, incluso, gobiernos y autoridades estatales de varios países ya sean clientes de Amazon y Google para el control del crimen. Sin embargo, el peligro es que no hay límites claros establecidos de hasta dónde les está permitido llegar y hasta dónde serán capaces de controlarnos y manipularnos. Si Google me conoce tan bien, quizá Google sabrá mejor que yo, qué es lo que debo estudiar, quién es la persona con la que me debo casar, qué sitios ver o, más allá, por quién debo votar en las próximas elecciones…

Hay varios críticos y activistas que sostienen que aún estamos a tiempo para detener este proceso, y estamos viendo el surgimiento de cada vez más grupos de resistencia a los medios y algunas tecnologías. Hay otros, menos radicales, que opinan que la solución es la educación para saber qué es y cómo funciona la recopilación del llamado Big Data, con el objeto de ser más críticos y ser capaces de tomar mejores decisiones. Hay un grupo de economistas que sostienen que la gran ventaja que tienen estas empresas sobre las demás es que recopilan la información y no la comparten con nadie; una solución sería obligar a empresas como Amazon a compartir su información con empresas similares, de manera que negocios más pequeños puedan tener la posibilidad de competir con ella en el mercado en línea.

Tristemente yo tengo una opinión más pesimista, creo que la batalla frente a estas empresas la tenemos perdida, ellos ya lo saben todo y no hay forma de impedirlo. Pero si no puedo detenerlo, quizá, lo que sí puedo hacer, es desconfigurar mi propio perfil.


Con esta idea comencé con mi plan de Confunde a Google, dedicando todos los días un tiempo en hacer búsquedas inusuales o desconcertantes de acuerdo a mi patrón normal de comportamiento. Navegué horas por Amazon buscando artículos que jamás compraré y envié decenas de mensajes por Whats y Messenger sobre temas que nunca han aparecido en mis conversaciones. Esto, con la expectativa de ver qué clase de anuncios iban a desplegarme después de unos días de tener un comportamiento errático. Hasta imaginé un plan masivo para alentar a miles de usuarios a realizar búsquedas insólitas y tener comportamientos aleatorios.

Lo cierto es que, después de varias semanas de perder mi tiempo enviando mensajes incomprensibles, de horas y horas haciendo clic a anuncios inútiles o buscando información de temas que nunca me han interesado, lo único que logré fue llenar mi computadora de cookies que casi pasmaron mis navegadores y los únicos anuncios que vi que se salen de lo que podría ser “mi perfil usual”, fueron de copitas menstruales y suscripciones a clubes y campos de golf.

Foucault sostenía que donde hay poder hay resistencia, lo que necesitamos el día de hoy es identificar las estrategias para crear una resistencia real y sólida (o por lo menos más eficiente que mi pobre plan que no duró más de unas cuantas semanas) y que nos permita salirnos del sistema de sometimiento y sujeción en donde, lamentablemente, hemos caído casi de manera voluntaria.

Sabemos que no dejaremos de utilizar el teléfono y la computadora, ni tampoco vamos a dejar de adquirir productos y servicios de estas empresas, pero, quiero pensar que sí hay formas de resistirnos, de no ser tan manipulados, ni tan controlados. La pregunta es ¿cómo…?


NOTAS
[1] Ver: https://www.facebook.com/about/privacy/update


[2] Ibidem.


[3] Puede verse completo en: https://youtu.be/O90PShJVu58


[4] El documental completo, titulado Find my phone, puede verse en línea en: https://youtu.be/NpN9NzO4Mo8.


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