
Gabriela Galindo
Lo feo es un desorden que nos conduce irremediablemente hacia una connotación ética y moral que lo relaciona con el error y, peor aun, con el mal. Es la negación de la belleza y, por ende, de lo bueno y lo verdadero. Para Platón lo feo es la representación de la ausencia absoluta, en la medida en que lo bello se relaciona con el ser, lo feo es solamente pura privación, es el vacío, el no-ser. En tanto lo divino es "todo lo que es bello, bueno, verdadero… y lo que nutre y fortifica las alas del alma" (Platón, 2007: p. 266), lo feo entonces será todo lo que se opone a estas cualidades. Así, lo que no es bello es malo, es siniestro. Eugenio Trías sostiene, en su atinado ensayo Lo Bello y lo Siniestro que "lo siniestro constituye la condición y límite de lo bello" (Trías, 1982: p. 27). Según el filósofo español, lo siniestro nos remite a una revelación de aquello que debe permanecer oculto. Exponer lo que no debemos ver es una transgresión y una confrontación. Hacer público lo que debe ser privado (secreto) es siniestro, pero si se nos muestra de una forma "velada o diluida" nos puede llevar a una experiencia estética. Pero saber lo que es la fealdad es muy distinto a experimentar la fealdad, según Deleuze, el maestro de los monstruos es Fellini: "Fellini es el autor que supo crear las más prodigiosas galerías de monstruos: un travelling los recorre deteniéndose en uno o en otro pero siempre se los capta en presente, aves de presa perturbadas por la cámara y confluyendo por un instante en ella" (Deleuze, 1986: p. 126).
Pero los monstruos de David Lynch se salen de todo parámetro, los enanos, los deformes, los auténticos monstruos, intervienen en sus películas como personajes que se diluyen entre los demás, en ocasiones como personas comunes que pareciera que no se han identificado a sí mismos como adefesios, o tan reveladamente monstruosos que provocan pánico y terror, hasta los personajes que hacen de su deformidad un valor que sobrepasa a los demás y su monstruosidad los convierte en sujetos poderosos y casi omnipotentes.
Desde su primera película de larga duración, Eraserhead (1977), David Lynch utilizó la monstruosidad como esqueleto narrativo, en este caso, en una historia pesimista y terrorífica. Y no sólo me refiero a la criatura deforme que la novia de Henry, el personaje principal, dice haber parido, o la señorita de cachetes inflados que aparece cada vez que Henry mira intensamente el radiador. El propio Henry y su novia, que aparentan ser personas comunes y corrientes, y los padres de ella que no tienen deformidades físicas notorias, resultan estar tan torcidos de sus cabezas que no hay forma de no verlos como una especie de locos, dañados e irremediablemente condenados al sufrimiento. Pero lo feo no existe sin lo bello, y a Lynch le encantan las mujeres bellas; el contraste de estas deformidades lo vemos aquí representado por la extraña vecina, de una belleza exótica y sensual extraordinarias, con la que Henry va a tener una serie de encuentros que culminan en una apasionada relación sexual dentro de una tina llena de algo que parece ser leche, en medio de los llantos inconsolables de aquella criaturita acomodada como perrito envuelto encima de la cómoda.