
Josué Ramírez
Las grandes nubes caen ahora que nos quedamos en casa
y los rayos me recuerdan cuando nos enseñaste
a ver la luz del relámpago y a escuchar el trueno
mientras iban pasando, porque en las alturas
los dioses antiguos convenían en empapar calles y azoteas,
campos y mares; en todas partes iban a mejorar las cosas,
porque la lluvia sana las heridas y se mezcla y fecunda
los diferentes suelos que pisamos, aramos, explotamos.
Decías que no había que buscar problemas
sino aprender a solucionar los que en verdad urgen
y, con buena actitud, eh, porque se ocupa.
Sacabas el pecho al decirlo, hagamos lo que debemos
hacer porque la cosa nos llama a poner manos a la obra.
Me dicen mis hermanos que te idealizo cuando escribo la memoria
de tus enseñanzas, mamá, pero se equivocan porque yo apenas
peino como el viento el follaje de los árboles.
Nos enseñaste a hablar con Dios sin intermediarios,
y a expresarnos con claridad, sosteniendo
un punto de vista propio, práctico, y ser conscientes
de que formamos parte de algo importante, la vida con los otros,
el mundo que aprendimos a ver en una pantalla
que ha evolucionado hasta hacerse líquida, invadiéndolo todo.
Yo, con el tiempo, he aprendido a dirigirme a la tierra,
tan sólida o blanda, tan hecha de agua o lodos,
como única prueba de nuestra consistencia
y me he hecho a la costumbre de recorrer
las banquetas monótonas en su concreción creada
con la única certeza de que participo
de lo que como humanos hemos creado.
Me da por acordarme de ti regresando del trabajo,
cargando bolsas para alimentar a la chamacada,
a ver por cada uno, cuando papá, desesperado,
no encontraba salida a los problemas del mundo.
Me dijiste esta es tu mano, mírala, y sin vaticinios
me explicaste por qué la persona está en la mano:
la mano la das cuando saludas y con ella te despides.
Ahora que te has marchado para siempre,
cuando los signos del tiempo piden ser leídos de otra forma,
cuando allá́ adelante la curva de la incertidumbre se achata
y la propia biología del cuerpo protegerá a la especie
de su invasor molecular, me vienen —por instinto felino—,
las ganas de subir a la azotea para pensar la ciudad de otra manera.