Mi madre siempre me habló claro. Para mí ella significaba todo: la vida, la belleza, la feminidad, pero principalmente la verdad. Cada vez que le planteaba una duda ella me contestaba con absoluta sinceridad porque me amaba. La verdad resulta imprescindible en la vida y en el amor, digan lo que digan. Yo tenía siete años. Acababa de entrar a la escuela primaria y me preparaba para recibir la primera comunión. Inés y María, mis dos hermanas, menores, e incluso mi propia madre, me habían empezado a ver como "el hombre" de la casa. Mi madre insistía en que era mi obligación cuidarlas y protegerlas, como ella a mí. Así tuve que aprender a cuidarme y a defenderlas, ¿Necesitaban defensa? No lo sé. Yo pensaba que sí tal vez porque el más necesitado de un cierto sentido de seguridad era yo mismo.
Pero debo iniciar mi historia. Supe leer y escribir antes de entrar a la escuela. Aprendí a leer gracias a los buenos oficios de mi madre que, aunque ya entonces trabajaba todo el día, se preocupó siempre porque me aficionara a los libros. Cada año los Reyes me traían algunos juguetes: muñecos de peluche, cochecitos, soldados, pistolas, patines y hasta una bicicleta pero esos regalos siempre venían acompañados de algún librillo: cromos, caricaturas, dibujos, un pie al calce de la imagen, texto breve con algunas ilustraciones, texto ilustrado y, aquel año, texto simple, llano y puro. ¿Lo recrimino? ¡Por supuesto que no! ¡De ello dependería mi vida y mi destino!
A partir del día que entré a la escuela todos los lunes por la tarde iba al catecismo. ¿Qué aprendí allí? Algo que estaba estrechísimamente relacionado con la figura de mamá: Que Dios era un ser infinitamente perfecto, justo, que veía todo lo que pasaba en la tierra y a quien no se le podía engañar. Que no tenía ni principio ni fin, que sabíamos que existía porque Él mismo nos lo había revelado, que no era una persona sino tres, incluido Cristo nuestro señor, que se había sacrificado por toda la humanidad, y que era al mismo tiempo el Padre y el Espíritu Santo y que eso estaba escrito desde antes, en La Biblia, cuando se había anunciado que Él vendría a redimirnos a todos y que la Virgen iba a pisar con su calcañar al Demonio, que también se llamaba Luzbel, y que se había rebelado con los ángeles malos en contra del poder de Dios en el cielo y que por lo mismo Dios había creado el infierno. Que el mismo demonio se les había aparecido a Adán y Eva en el paraíso en forma de serpiente, para hacerlos pecar. Y por haber comido del fruto del bien y del mal nuestros primeros padres tuvieron que trabajar y ganarse el pan con el sudor de la frente y ella, Eva, tuvo que parir con dolor. Y que la virgen había dado a luz sin conocer a ningún hombre. Eso había que creerlo porque era un misterio. Que Dios nuestro Señor había encarnado en la Sagrada Eucaristía y que lo que nosotros recibiríamos cuando comulgáramos sería precisamente eso: el verbo encarnado. Y lo que más me impresionaba eran precisamente los misterios como el de que Dios no había tenido principio ni tendría fin que, en cierto modo, se parece un poco a los misterios que ocurren en la vida, en nuestra vida cotidiana, estén ustedes dispuestos a creerlo o no. Misterios que no tienen que ver nada con la religión y que debemos creer como artículos de fe.
Ahora soy escritor. Cuando pienso por qué me dediqué a este oficio lo asocio de inmediato con los misterios y las epifanías, lo asocio con mamá. Estoy convencido de que todo buen cuento encierra un misterio, un secreto, un enigma o una epifanía. Desgraciadamente en esta vida existen más misterios que epifanías. Lo digo porque las epifanías son gozosas, son el reconocimiento de Dios y esta historia trata precisamente de lo contrario, del descubrimiento de un misterio o de un secreto.
En la escuela se burlaban de mí. ¿Por qué? Como no había asistido a párvulos llegué con la cabeza llena de las fantasías que mamá me había inculcado. Cuando se atrevían a burlarse de los Reyes yo los defendía. No existen, me aseguraban. Claro que sí, reclamaba yo. ¿Cómo lo sabes?, me cuestionaban. Mi mamá me lo dijo y ella nunca miente, argüía yo. Y al oír la respuesta se reían de mí. Y eso me desconcertaba. ¿Tu mamá? Pero si los Santos Reyes son ella y tu papá, me decían y se carcajeaban, burlándose sin que yo pudiera contestarles algo congruente. Los he visto, argumentaba. Eran tus papás, me decían cínicamente. Ellos estaban presentes, respondía yo. Entonces era alguien disfrazado, gente que contrataban tus papás, afirmaban y se echaban a reír otra vez. Y yo, sin reconocerlo, me imaginaba que lo que ellos me decían tenía un tinte de verdad, como cuando mamá se confabulaba conmigo para hacer que mis hermanas obedecieran y se portaran bien. Por que ella nunca me pegaba ni me regañaba sino que me hablaba seriamente y con la verdad.
Papá y mamá se separaron cuando yo tenía cinco años. Nunca se divorciaron porque mamá era muy religiosa y no aceptaba el divorcio. Para ella el matrimonio era un divino sacramento, precisamente como la primera comunión. Recuerdo sí, de manera vaga, algunas discusiones en tono violento, todo de parte de mamá. No peleemos frente a los niños, comentaba papá ¿Por qué no? Si han de saber la verdad que la sepan de una vez, contestaba mamá. Papá trataba de llevarla del brazo hacia la recámara. ¡No me toques!, gritaba ella y enfurecida se dirigía a la recámara y cerraban la puerta. Yo oía llorar a mamá mientras papá hablaba en voz baja, serio y pausado. Lo cierto es que un día papá salió de casa y no volvió más. Empezamos a vivir solos con mamá, en la casa que papá nos dejó. Él había alquilado un departamento cerca de donde vivíamos. Mamá, que antes no trabajaba, se tuvo que buscar un empleo con la tía Pilar en una tienda de ropa. Salía con nosotros para llevarnos a la escuela y luego Felipa nos recogía y nos daba de comer. Mamá llegaba después de las seis y entonces me enseñaba a leer y luego, cuando entré a la escuela, revisaba mis tareas. Papá nos recogía algunos fines de semana y nos llevaba al zoológico o de día de campo o al cine y a comer y luego un rato a su departamento y mientras dormía su siesta nos quedábamos jugando o viendo la televisión. Enrique, me decía mi papá, tú te haces cargo de que estas niñas no peleen.
Fue uno de esos domingos de diciembre en que mientras mi papá dormía su siesta en el departamento y mis hermanas veían la televisión, yo me fui a jugar a la otra recámara con mis cochecitos. Jugando abrí el closet y en la parte de arriba vi unas cajas que me llamaron la atención. Sin decirle nada a mis hermanas fui por una silla y me trepé para ver qué contenían. La más grande y la que más me atraía, era una caja roja que estaba al fondo y en la parte inferior. Las dos cajas de arriba eran dos muñecas. No logré abrir la caja roja pero cuando levanté las dos muñecas alcancé a ver sobre la tapa la fotografía de un niño jugando con un mecano. Decidí no decir nada ni investigar más.
Me había vuelto aficionado a la lucha libre. Transmitían las luchas por televisión y yo me quedaba admirado de todo lo que veía en la pantalla. El Santo tiene agarrado al Verdugo con las piernas como si fuera un pulpo, decía el locutor, y cuando yo veía al Santo apergollando al Verdugo lo sentía como si efectivamente se tratara de un pulpo aplicando la fuerza de sus tentáculos sobre el cuello de su rival. El Médico Asesino tenía una llave que hacía dormir a sus adversarios. Los tomaba por el cuello, les aplicaba una especie de torniquete y los ponía a dormir. Así los vencía. Antes había creído en los cuentos de hadas y en los personajes fantásticos pero de pronto me vi rodeado de hombres de carne y hueso, algunos de ellos enmascarados si ustedes quieren, pero de carne y hueso al fin. Los veía en la televisión y para mí era prueba más que suficiente que lo que tenía ante mis ojos era la más pura verdad. Máscara contra cabellera: los gladiadores se enfrentaban uno contra otro hasta que al perdedor le quitaban la mascara o lo rapaban frente al público. La noche que desenmascararon a Black Shadow fue sensacional. Se llamaba José Cruz y a partir de entonces empezo a pelear, de negro, como antes, sólo que ahora se le veía la cara con un bigotito a la Pedro Infante. Qué emocionante también cuando vi rapar al Cavernario Galindo de abundante cabellera, enmarañada, larga y rizada que lo hacía aparecer como un auténtico troglodita y que era el rudo entre los rudos. O cuando El Lobo Negro dejó empapado en sangre a Suguisito y se portó tan violento que no contento con haber derrotado a su rival, ya terminada la pelea, fue hasta la esquina del japonés y le hizo trizas la elegante bata de seda con la que había entrado al cuadrilátero. El Lobo Negro mostraba agresivamente al público la bata hecha pedazos como diciendo de qué les valieron tantos aplausos cuando este pobre chale los saludó si lo dejé hecho jirones como a esta cochina bata.
Cómo había dejado bañado en sangre el Lobo Negro a Suguisito, les comenté a los amigos de la escuela el siguiente lunes. Se volvieron a reír de mí sin mayores explicaciones. Veía las luchas los viernes por la noche, generalmente en casa, un poco a regañadientes. A mamá no le gustaban. Lo consideraba un deporte para gente sin cultura. Cámbiale, me pedia, y aunque en ese entonces no había en la tele más que dos canales, mis hermanas la apoyaban pues las luchas les aburrían.
El Enmascarado de Plata era mi luchador favorito. El Santo. Hasta que me dí cuenta de que era el favorito de todos mis amigos y entonces me aficioné a Blue Demon. Salía vestido de azul con una capa que se alzaba por encima de su cuello y una máscara con vivos dorados. Lo que más me gustaba de Blue Demon es que a veces era técnico y a veces rudo. Algunas veces hablaba con la verdad y otras no. Como yo. De él traté de aprender algunos trucos: la doble Nelson, a picar los ojos, las patadas voladoras, el candado y a dar topes.
Fuimos a una posada. La estábamos pasando muy bien cuando Inés vino a decirme: le robaron a María su colación. Un gordito le había quitado su canastita aprovechando que era más chica. Fui hasta él y sin más le dije: devuélvesela, viendo que tenía dos canastitas en las manos. Son mías, me contestó. Una es de ella, y apunté hacia María. Mi hermana vio cuando se la quitaste. El gordito trató de escabullirse con las canastitas pegadas al pecho. Sin decir más me lancé sobre él. Le apliqué el candado que había visto en la tele. Los dulces de la colación se regaron por todo el piso. Pero yo no solté al gordito aplicándole toda la fuerza de mis brazos hasta que se puso a llorar. Nos separaron. De vuelta a la casa, ya solos, me dijo: bien hecho: tú eres el hombrecito de la casa y tienes la obligación de defender a tus hermanas.
Efectivamente, mi mamá insistía mucho en que yo era el hombre de la casa. Yo no sabía exactamente qué quería decir con eso pero me imaginaba que se trataba de algo bueno.
Como si ahora yo ocupara el lugar de papá. Ella se levantaba temprano todas las mañanas para ver que nos arregláramos y nos vistiéramos, nos daba de desayunar y nos llevaba a la escuela. Felipa pasaba por ellas al mediodía y, como yo salía más tarde, me regresaba solo, a pie, a la hora de la comida. Felipa nos daba de comer, yo me ponía a hacer la tarea mientras mis hermanas, que todavía estaban en párvulos, se la pasaban jugando y viendo la tele.
Los lunes por la tarde íbamos al catecismo. Varios niños nos preparábamos para hacer la primera comunión y las mamás se turnaban para llevarnos y traernos. Mamá se había comprado un coche y empezaba a manejar. Eramos cinco los que íbamos a hacer la primera comunión a principios de febrero. Ya llevábamos un buen tiempo preparándonos. La mamá de los gemelos Rodríguez pasó por mí; recogimos a Sandra y luego a Miguelito y nos dirigimos a la iglesia. Ese día en particular nos hablaron de las posibilidades de la gloria y de los horrores del infierno. Nos comentaron que si uno moría después de recibir la comunión, como estaba en estado de gracia, se iba directamente al cielo; otros, que morían arrepentidos pero que no alcanzaban a recibir la eucaristía, tenían que penar durante algún tiempo en el purgatorio sufriendo el suplicio del fuego y de no ver a Dios, a veces durante meses pero eso podía prolongarse años; mientras que los que se morían en pecado mortal no tenían más destino que irse directamente al infierno. ¿Cómo era el infierno? Era una gran hondonoda que ardía en el centro de la tierra y que apestaba horriblemente a azufre. Que tenía varios círculos de castigo relacionados con los mismos pecados que uno hubiera cometido. Los golosos veían comer sin probar bocado; los lujuriosos sentían dolor en lugar de placer; los avaros veían la generosidad ejercida con su dinero. Todos los condenados sentían una sed insaciable. El padre nos decía que lo que más lamentaban los condenados, más que cualquier castigo, era la ausencia de Dios. Pero para mí, lo que más angustia me causaba, era que si uno se iba al infierno ese castigo se tenía que sufrir para siempre. En la puerta del infierno, decía el sacerdote, había un reloj que se encargaba de repetir incesante y a manera de péndulo: por toda la eternidad, por toda la eternidad.
De regreso a casa, la mamá de los gemelos se detuvo un momento. Iba a una papelería. Tenía que comprar unos mapas para que sus hijos hicieran la tarea. Así que se estacionó exactamente abajo del edificio donde vivía papá. Vi su coche en el estacionamiento. Pedí permiso para bajar. No te tardes, me contesto la mamá de los gemelos, si no se nos va a hacer muy noche.
Iba a tocar el timbre del interfón pero aproveché que una pareja que salía abrió la puerta. Entré. Me dirigí al elevador. Oprimí el botón. Toqué la puerta. Cedió al primer golpe. No estaba cerrada sino emparejada. Entré. Vi ropa tirada por la sala. El saco de mi papá estaba colgado sobre una silla. Encima su corbata. En el piso, junto al sillón, sus pantalones, su camisa blanca, los zapatos. Vi unas ropas extrañas sobre la alfombra. Encima de la mesa de centro había dos copas y una botella de vino casi vacía. Temeroso de que le hubiera pasado algo a papá avancé hacia su recámara. Tenía la puerta abierta.
Mamá llegó a casa un poco después que yo. Ya era de noche. Venía cansada. Se sentó a revisar mi tarea. ¿Cómo se portaron?, me preguntó. Acuérdate que tienes que darle el ejemplo a tus hermanas; por ser el mayor y por ser hombre, me dijo. Nos sentamos a cenar.
Acostó a mis hermanas. Ella y yo vimos un rato la televisión. Vete a dormir, me pidió, para que pudiera levantarme temprano.
Recé mis oraciones. Apagué la luz: ¿porqué nos habría dejado papá? ¿Volvería a casa con nosotros? Tal vez por habernos abandonado se iría al infierno. Cuando pensaba en eso me entraba una verdadera angustia. Lo que había visto tan sólo unas horas antes me hacía estar seguro de que papá se iría al infierno. No me gustaba pensar en mi propio padre desnudo sufriendo horrores y quemaduras. Los diablos pinchándolo con sus trinches, él muerto de sed, gritando para que mamá, que por supuesto se iría al cielo, le diera un poco de agua. Una gota, no más. Y cuando mamá, compadecida, se la fuera a dar, el propio Dios intervendría: ¡ni una gota! ¡Por algo está en el infierno! Y a pesar de la angustia que sentía no podía dejar de pensar que Dios tendría razón. Que mi padre había abandonado a mi madre por culpa de esa señora con la que lo sorprendí: mucho menos bonita que mamá, gorda, bofa, de piel cetrina y cara horrible. Los dos estaban echados, desnudos sobre la cama, roncando. A verlos me puse a temblar de pies a cabeza. Sentí vergüenza, miedo, coraje. Temí que fueran a despertarse. Salí sin hacer ruido. Vi la bolsa de la señora sobre una silla. La abrí. Saqué una cigarrera dorada y me la metí a la bolsa. Cerré las puertas tras de mí.
Pensar que por ella había yo escuchado llorar a mamá durante tantas y tantas noches y nunca dije nada. Yo era el hombre de la casa. Tenía mis responsabilidades. La cigarrera que me robé de la bolsa de la señora la tiré a la basura. Nunca le pregunté a mamá por qué lloraba. Ya sabía lo que me iba a contestar pues no sabía mentir: por tu papá.
Llegaron las navidades. El día de Reyes. Bajo el árbol hallamos nuestros regalos. No fue mucha mi sorpresa cuando descubrí que uno de mis regalos era un libro: La isla del tesoro. Y mucho menos cuando le quité la envoltura a mi otro regalo y constaté que se trataba de un meccano. A mis hermanas los Santos Reyes les habían traído sus muñecas y jueguitos de té. Sin que yo me diera cuenta mamá me había estado observando. Ella notó que cuando vi el meccano se me salieron las lágrimas.
¿Qué te pasa? ¿No te gustó lo que te trajeron los Reyes?, me preguntó. Sí, claro... ¿Entonces por qué lloras?
Yo no le había hecho ningún comentario sobre mi descubrimiento de los juguetes en el closet del departamento de papá, mucho menos de la visita sorpresa que le hice el día del catecismo.
Mis hermanas jugaban con sus muñecas y sus tacitas. Llamé a mamá aparte.
He dicho que la influencia de la religión y de mi madre me llevaron a escribir. Me dedico a contar mentiras, como las que tú, querido lector, lees ahora. Mi madre me habló, hasta el fin de sus días, con total y absoluta verdad y por eso yo ahora me atrevo a mentirte. Es la única manera que tengo de comunicarme. Escribo como una manera de decir la verdad evadiéndola.
Pues bien, cuando era niño y tenía siete años, cerré la puerta de mi habitación y le pregunté a mamá sin más:
¿Verdad que no existen los Santos Reyes?
Ah, es eso, me dijo despreocupándose. Me miró con ternura, comprensión y acariciándome el cabello me contestó tal y como me esperaba:
No, no existen. . .
Son papá y tú, ¿verdad?
Así es, dijo ella con resignación.
¿Y a dónde van los muertos?, me atreví a preguntar.
No lo sé, pero puedo decirte que a donde quiera que vayan nadie ha vuelto a verlos.
Y el infierno, ¿el infierno existe?
Mamá se me quedó mirando a los ojos un momento y alzando un poco las cejas, como si estuviera reflexionando sobre mi pregunta, me respondio:
Sí, sí existe.
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