La vida y obra plástica de Antonio Gritón se funden y confunden con los animales. Los mismo en periodos como el mexicanista, que en el "Breve diccionario visual del Náhuatl", en la instalación de vacas de plástico colgadas del techo mirando cuadros en un museo o en las obras de gran formato pintadas en Guenbelzu, el caserío en Navarra de apenas 30 habitantes en el que vivió, que en los guajolotes y gallinas del mural de Alotepec, Mixe, su producción podría habitar un zoológico fantástico.
La fauna que habita sus lienzos y grabados, las cortezas de árbol y los muros, inequívocamente iluminada con colores de tonalidades intensas, toma la forma de juguetes de madera, mascotas, alebrijes, fieras, barajas de lotería, pero, también, de lana de borregos o plumas de pájaro. En alguna ocasión, hasta los pollos fueron elemento central de una de sus más provocadoras (y criticadas) instalaciones.
Sin embargo, su amor por los animales iba más allá de lo estético y de su pulsión por trasladarlos a un nuevo hábitat en las ensoñaciones que plasmó en telas, cartulinas o montajes. En distintos momentos de su existencia, en las situaciones más inusuales, cuando todavía no estaba de moda tener perrijos y gatijos, fueron sus más fieles compañeros. De niño no tan niño, disfrutó y alimentó su imaginación con las series de televisión que documentaban la vida silvestre en África.
Su determinación por cambiar la física por el arte visual fue precipitada por dos acontecimientos seminales, uno literario y otro musical. El primero, aconteció una tarde/noche de finales de 1976, en la librería del Sanborns de la Diana, adonde entró con un amigo para hacer una visita a los sanitarios, después de caminar por Paseo de la Reforma de regreso del cine. Encontró allí el libro de Jerzy Andrzejewsky, Helo aquí que viene saltando por las montañas. Al hojearlo, leyó en el primer párrafo: "Así que el viejo Antonio Ortiz, el condenado vejestorio, el chivo genial ¡sorprendió una vez más al mundo!". La novela trata de un pintor octagenario que vive en el sur de Francia y se llamaba como él. ¡Era su propia biografía! ¡Y allí aparecía su nahual!
El segundo, corrió a cargo del compositor rumano-griego Iannis Xenakis, autor de música generada por leyes matemáticas, creada con la ayuda de computadoras, con las que inventó un nuevo lenguaje y nuevos sonidos. En diciembre de 1978, el artista estuvo en México, participando en el Seminario Internacional de Estudios en Creación Musical, organizado por Julio Estrada. Gritón fue a escuchar una conferencia suya en la antigua Torre de Ciencias en la UNAM. Mientras hablaba, cayó una aparatosa tormenta eléctrica, con estruendosos rayos y truenos incluidos. Se fue la luz y el sonido en el auditorio. Xenakis explicó entonces que eso es justo lo que él quería hacer con su obra. A Antonio le encantó la idea y, de repente, se dijo a sí mismo: "yo tengo que hacer algo así". La pintura y sus instalaciones se convirtieron en su herramienta para crear nuevos idiomas y precipitar tempestades.
En aquellos años, Gritonio habitaba la casa familiar en Echegaray, pero estudiaba a 22 kilómetros de distancia, en Ciudad Universitaria. Su vida cotidiana y la mayoría de sus amigos y compañeros estaban en el sur de la ciudad. Con frecuencia comía y dormía en casa de ellos. Hasta que sonó la hora del cambio y se mudó para ese rumbo del Defectuoso (como se le decía a la Ciudad de México). Andrés Barreda y David Moreno le subarrendaron un cuarto independiente, en una casa con barda y paredes color mamey, en Colima 28, en Tizapan, que ellos alquilaron como una especie de pista de aterrizaje de emergencia. Su residencia principal estaba en Tulyecualco pero, como acostumbraban salir tarde de dar clase en la Universidad y era difícil trasladarse hasta allá en la noche, después de dar clases, necesitan un lugar más cercano.
Colima 28 era una construcción de tres recámaras y una cochera vacía. Entrando, independiente de la edificación principal, había un cuarto con ventanal y mucha luz, con un baño propio de feos mosaicos amarillos, al que se se subía por una escalera externa. En sentido estricto, no era un lugar hecho para vivir, pero se convirtió en la habitación de Gritón.
Allí, Antonio, que estaba muy interesado en filosofía de la ciencia pero ya en la ruta de cambiar de actividad, se incubaron algunas de sus primeras pinturas y dibujos, en lo que fue su aprendizaje y entrenamiento para entrar a las artes pláticas. Mucha gente circulaba por aquel lugar, en un ambiente de gran libertad. Entre otras, durante algún tiempo, se hospedaron en aquella vivienda, dos españolas recién aterrizadas, con el destape madrileño como combustible, que, una noche sí y otra también, organizaban grandes reventones. Su amigo, el físico Juan Tonda, un profundo conocedor del rock de aquellos años (y de estos), lo visitaba con frecuencia para estudiar, beber y oír música. También Paco Noreña. Con Andrés hablaba de biofísica.
A todos les caía bien. Le tenían simpatía. Era ingenioso, capaz de inventar respuestas sorprendentes a las situaciones más absurdas. Aunque, en aquel entonces, no tenía mucha educación visual, igual pintaba. Fumaba como chacuaco. Para desesperación de los otros inquilinos, dejaba las colillas por todos lados (cocina, comedor, baños), como una especie de huellas de su paso. Colocaba los cigarros Del Prado verticalmente mientras echaba humo. Y en esa posición los dejaba al concluir de fumar. Igual le ponía como 8 cucharadas de azúcar al café, pero no las removía porque -explicaba- si lo hacía le sabía muy dulce.
En las calles alrededor de Colima 28, se movía una perra callejera, con una mancha negra en uno de los ojos, piojosa y sucia. Una clásica streeter, simpática e inteligente. Gritón se enamoró del animal y ella de él. Cuando Antonio salía a la calle, la perra lo seguía durante varias cuadras, hasta que él tomaba el camión. Tanto amor, hizo inevitable que la llevara a vivir a la casa, con algunos reparos del resto de los huéspedes. La comenzó a meter a su cuarto y le acariciaba la barriga con un pie. Finalmente, la mascota adoptó a todos los inquilinos y visitantes.
Sin embargo, ya en ruta por hacerse pintor, embebido del Antonio Ortiz personaje de Helo aquí que viene saltando por las montañas, Gritón decidió que él también era un chivo genial. Cambió entonces a la perra por un chivo, su nahual, aunque éste no era lo que se puede llamar un animal doméstico.
El chivo se convirtió en el alter ego del artista en ciernes. Incluso, viajó con él hasta San Miguel de Allende, en un vocho, junto al Guero Tonda, Paulina Hawkins Masip y Pilar Tapia. Allí pasó unos días en una casa en la calle de Hertitas, hasta que emprendieron el viaje de vuelta.
Tiempo después, Gritonio dejó amarrado al chivo en el barandal de la escalera. El animal se inquietó y comenzó a respingar, hasta que abrió la llave de agua de una coz, y terminó convirtiendo el cuarto de baño en una alberca. Antonio no le dio mucha importancia al incidente, pero el resto de los vecinos sí. El chivo tuvo que tirar al monte.
Un año después, en 1981, Antonio Gritón tuvo su primera exposición en la librería El Agora. El estreno resultó un gran éxito. Esa noche vendió más de la mitad de la obra expuesta. Para la ocasión, su hermano consiguió grandes reflectores dignos de la más revelante gala, que iluminaron el cielo de Avenida Insurgentes a la altura de Barranca del Muerto. En 1984, ya sin chivo, montó su tercera exposición, en el Centro Cultural "El Nigromante", en San Miguel de Allende, con varios cuadros de figuras zoomorfas. Allí expuso también en 1987 y 1989.
El ventura comercial de su exposición inaugural, le permitió financiar un viaje a Pamplona para encontrase con Pilar Unceta (la mamá de sus hijos Silvestre y Esmeralda), casarse con ella e irse de luna de miel a París. En el Metro de la capital francesa, se encontraron con un perrito pekinés callejero, y, faltaba más, lo acogieron, y cruzaron con él, primero la frontera y luego el charco. Desgraciadamente, la mascota tuvo un final trágico. A pesar de que había sobrevivido a la barbarie de la urbe europea, fue atropellada por un coche en la calle de Camelia, de la Ciudad de México, después de huir apresuradamente de su refugio doméstico, probablemente añorando su vieja libertad callejera.
Desde entonces, de su paleta han nacido legiones de coloridos e ingenuos ajolotes, tortugas, cabras, peces, borregos, colibrís, guajolotes, panteras, ranas, perros, lagartijas, escarabajos, conejos, armadillos, aves, borregos, vacas, ocelotes, chapulines y cebras, que son herederos de la fauna silvestre que veía en las series de televisión que tanto lo alimentaban en su niñez. Ese zoológico fantástico, producto de su imaginación y talento, recrean el arte popular mexicano y nos recuerdan que la vida también es bella y los animales la embellecen aún más.
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