Nota publicada en julio de 2017 en la ya desaparecida Réplica21
La Oncena Bienal de La Habana (mayo – junio 2012) irrumpió en la capital cubana con el estruendo esperanzador habitual. Unos aspiraban a legitimarse con la pieza que motivara a sesudos y necios, otros pretendían salir del bache económico producto de una venta decorosa a los compradores de museos, marchantes o coleccionistas pudientes que visitarían los estudios de los artistas y, el resto, se dedicaría "a ver qué pasa conmigo esta vez", luego de esa monotonía que subyace en los contextos donde no pasa casi nada. Este amago de recorrido por un programa tan fatigoso como mal confeccionado (gracias a sus absurdas confluencias y lamentables omisiones) intentará tocar al núcleo del evento cumbre de nuestras artes visuales. Utopía como pretexto textual sinónimo de rotunda distopía. ¿Acaso el descentra-miento no es el principio medular de esta humilde Bienal?
Una novedad de esta versión resultó una saludable mudanza del emplazamiento usual y agotado de las últimas ediciones. Ahora, gran parte de las muestras colaterales ocuparon el puesto del grueso de la exhibición oficial que invariablemente se ubicaba en el Complejo Morro-Cabaña. No obstante, la emergencia estratégica provocó otro cambio no precisamente alentador: el picotillo tercermundista importado de cualquier rincón de la periferia se vio reemplazado por una avalancha de propuestas locales, donde se mezclaron lo alto y lo bajo de cuanto se ajustaba a una selección muy poco selectiva.
No hacía falta arribar al laberinto de pabellones-galerías para empezar a tragar en seco en medio de un calor sofocante. Tres esculturas representando máquinas extractoras de petróleo semi-cubiertas por enredaderas (¿naturales o pintadas?) bajo el título Resistencia del origen le daban la bienvenida al visitante para ilustrar un conocido dicho popular: "Caballo grande, ande o no ande". Un ícono-portada a escala natural fracasaba en el empeño de incitar un cuestionamiento de la fragilidad ecológica en nombre del "líquido de la discordia", máximo responsable de la cruzada bélica por el hegemonismo global.
Lo curioso es que la firmante de este ingenuo desenlace de "la vulnerable naturaleza recuperando su espacio ante el poder del oro negro" tuvo la suficiente escasez de sagacidad para agregarle al pie de obra una síntesis de su incipiente currículum vitae. Bastaba un mínimo de sensatez curatorial o malicia elemental para corregir a la joven Diana Teresa Almeida de que un infantilismo de esta envergadura no procede en la escena del arte contemporáneo donde (suponemos) pretende conseguir imponerse.
Carlos Fernández Montes de Oca es uno de los artistas que sacó mejor provecho a la elección de cubanizar en masa La Cabaña, donde censurables inclusiones evocaron la polémica y necesaria urgencia de excluir. Fiel a su obsesión por combinar el proceso y la mutación, Montes de Oca expuso dos piezas autónomas que potencian la interacción orgánica con el recinto disponible. No hay otra salida procura hallar la brecha de convertir el vacío espacial en una ilusión óptica (esa caja de luz con la imagen del propio lugar), para sugerir una alegoría de la claustrofobia virtual, antídoto contra la imposibilidad de rebasar el encierro real. Tautología legible de una pérdida simbólicamente concreta.
Entre la paz y el desasosiego se coloca la "breve" travesía inducida por un ámbito silente, cuya senda lleva al espectador a contemplar una foto del sitio donde la noción "hallar una ruta distinta" se percibe como un eufemismo universal. Una repetición ineludible que transforma la levedad en pesadez, una apertura física en clausura mental. Como si el hombre y su entorno se devoraran a sí mismos, sin ninguna mediación externa que acelere el fin de una pesadilla reciente o longeva.
La desacralización lúdica de un espacio con un pasado nada risible le correspondió a quienes conceden al humor el respeto que debe merecer (enfatizado por el benemérito Marcel Duchamp) en los predios del "gran arte". Tales son los ejemplos de Reynerio Tamayo (Gánsters en La Habana rememorando la época en que hasta los mafiosos querían invertir y sacarle lasca a las gratuidades de la entonces meca del juego), Arístides Hernández (Ares) con sus rascacielos letales o protegidos con el barniz del dólar como férrea apariencia y Lázaro Saavedra (Descanso visual para espectador de Bienal).
Saavedra plasmó sentencias en los muros a manera de grafitis cubiertos por una gama rosa-salmón que fingía una censura pop. Si los antiguos reclusos de la Fortaleza San Carlos de La Cabaña perdían la vista debido a la cal de las paredes, esta vez el espectador pudo darse el lujo de leer o ignorar textos que "están sin agredir" a nadie en particular. "Prefiero callar de pie, antes que hablar de rodillas". "Una genuflexión de cínica maraña" (según diría un Emilio Ichikawa émulo del canonizado postmortem Virgilio Piñera), para complacer el cerebrito del turismo cultural (harto de profundas ideotas) que no asiste a las bienales persiguiendo ese arte que no admite un lobby con money que se respete. Dicha "tregua bidimensional" apeló a la miopía conceptual como soporte, para tranquilidad de los detectores de actividades paranormales en el campo de la cultura.
Ese afán de intervención espacial dispuesto a generar una lógica de sentido pareció estar a cargo de los artistas y no del equipo organizador que se ocupó de esta sección. Ello lo ratifica ese collage anárquico de obras que podían ser exhibidas (sin prejuicios curatoriales) en La Cabaña, una galería del casco histórico habanero o en una casa particular. Ello nos persuade a obviar la pauta temática de la Bienal debido a ese turbión de imaginarios o visiones pasajeras colocadas frente a frente: "olla podrida" de individualidades, cofradías, tendencias, actitudes, procesos o simples improvisaciones naïf cohabitando "sin tropiezos" en una amalgama privada de un eje relacional.
Pero una cosa es la tolerante variedad de registros visuales y otra el "consenso democrático institucional (paliativo al clandestinaje libertino de iniciativas personales – comentó un reacio a dejarse pasar gato por liebre) entre los que piensan el arte y quienes lo intuyen sin concientizar el vínculo entre la obra, el espacio y la ocasión propicia en la cual se inserta para ser consumida por un público heterogéneo nacional e internacional.
Una debutante que no soslayó la historia del recinto intervenido fue Lorena Gutiérrez Camejo. Condenado es un environment de acento fashion que transformó el Pabellón G-2 en un espacio pulcro y frágil donde había que quitarse los zapatos para entrar. En un ámbito forrado con vinil holográfico pendía del techo una jaula de neón. No había más nada en el interior de este ritual profano al vacío del glamour. Solo quedaba abstenerse o vagar en el limbo de la frivolidad sugerida como inevitable prisión voluntaria.
Aunque la aparente banalidad de la pieza engloba ese repertorio de barrotes invisibles que paralizan al hombre como actor social, atrapado en poses irracionales enarboladas como genuinas convicciones: el resentimiento inútil, la impostada rebeldía como remedo a la orfandad productiva, el vedetismo estéril o la obligación de aprender a ser demagogo. Condenado defiende el suspiro de una rutilante postura light, verdugo de prejuicios donde lo falso y lo heavy son como odiosos enemigos fundiéndose en un estrecho abrazo. Tan elevada cuota de brillo formal generó un matiz paradójico: a veces sin aspirar a decir algo comprometedor revelamos todo cuanto nos envuelve sin quererlo.
Tampoco es casual que un incendio no dejara rastros de su estirpe. ¿Acaso un "fallo eléctrico" le otorgó al "condenado ficticio" el privilegio de ser incinerado como un sujeto digno que pide un último deseo? No recordamos una contingencia similar en las diez bienales anteriores. ¿Será posible que el furor de la impotencia haya sido el culpable de semejante vandalismo? Una experiencia tan dolorosa podría activar el imaginario caótico de una muchacha que no ha sufrido lo suficiente, para articular una obra en la que accidente, desaparición, fetidez y memoria íntima (o amnesia colectiva) le confieran al enmascaramiento cult un trasfondo desgarrador en su matriz vivencial.
Una de las atracciones de la Bienal devino en ese elenco internacional de lujo que irrumpió en La Habana. Desde la serbia universal Marina Abramovic, el sanguinolento e inmutable accionista vienés Hermann Nitsch, Ilya y Emilia Kabakov, hasta los menos veteranos Gabriel Orozco, Damián Ortega, Andrés Serrano, Rafael Lozano-Hemmer, Iván Navarro, Pablo Helguera o Marcela Armas. Entre los jóvenes clásicos que participaron con verdaderas ganas vale resaltar la exhibición personal de Andrés Serrano en la Fototeca de Cuba. Sus construcciones fotográficas oscilando entre lo misterioso y lo explícito, desde una visión tan escatológica como natural, alcanzaron seducir a quienes solo las conocían a través de esa mitología subversiva documentada en libros y revistas especializadas.
Por la parte cubana, el listado de invitados oficiales cubanos incluyó a un grupo amplio de jóvenes (una ganancia indiscutible, quién lo duda) junto a figuras legitimadas en el mainstream como Carlos Garaicoa, Los Carpinteros, Alexandre Arrechea, así como el cubano-americano asentado en Los Ángeles Jorge Pardo, quien ha desarrollado una ascendente carrera en el circuito élite del arte contemporáneo. Este último dejó una huella (tan pesada como fugaz) en el Centro de Arte Contemporáneo Wifredo Lam con un work in progress poco interactivo con el espectador a nivel de idea. Claro: sin menospreciar la voluntad participativa de otros regularmente convocados a la Bienal (por algún que otro motivo, dentro o fuera del programa central) como Kcho, Roberto Fabelo, René Francisco Rodríguez, Abel Barroso, Esterio Segura o Juan Roberto Diago.
La pieza emblemática de la Oncena Bienal de La Habana no fue un objeto de arte sino una leyenda viva que se paseó entre nosotros. Marina Abramovic (Belgrado, 1946) aceptó venir a Cuba para comunicar el aura de un proceso como experiencia traducida en un contrapunto orgánico del arte y la vida, la obra y la carrera. Marina impartió una conferencia magistral, tuvo un intercambio con estudiantes del Instituto Superior de Arte y, por último, presentó la premier mundial de una película acerca de tan sostenida y vigente lealtad performática. Una exclusiva primermundista inusual en nuestras bienales.
Vivencias latentes, anécdotas triviales, plenitud, angustia. La artista está presente (2012) es algo más que el testimonio fílmico de un género tan efímero y subestimado como el performance. Ya presas del tiempo y la nostalgia, Marina y Ulay vuelven a tomarse las manos, penetrar en la fijeza de una mirada y separarse al compás que lograban romper nuevamente las fronteras entre lo privado y lo público. Así también percibimos un ansia de inervación colectiva que nos transporta a la creencia del artista como Dios. Fue una lástima que la oportuna y mediática Tania Bruguera no apareciera, para simular una especie de contrafigura referencial a la denominada "abuela de la performance".
Un demonio hábil en la oratoria reconoció ante sus compatriotas: "Todo gran hombre es un gran actor". Son contadas las excepciones en que una presentación sin recursos dramáticos trasciende la impronta de abolir la representación. Como revela el curador Klaus Biesenbach en la película: "Marina nunca deja de actuar". Solo que las puestas en escena de Abramovic están dirigidas por esa energía que fluye de una memoria emotiva que desea compartir frente a la pupila insomne de un desconocido repleto de incertidumbre.
Las fantasías piadosas asumidas como acciones realistas de Marina Abramovic se agradecen porque causan un impacto emocional de una fibra visceral latente más allá de géneros, etiquetas y clichés que el mercado impone como regla a la hora de conquistar los emporios del arte contemporáneo, enraizados en la convicción imperial de ser ombligos del mundo para quienes aspiran a semejante condición como sueño reparador.
Lo llamativo de este primer viaje de Marina a la Isla fue la notoria ausencia de artistas, críticos, curadores y especialistas de la Institución-Arte a cada una de sus presentaciones. Sin rozar la exageración podríamos afirmar que la mayoría de quienes ocuparon las lunetas del remozado pero distante Teatro Miramar eran invitados extranjeros. Una apatía paradójica, si comparamos el numeroso público que asistió a verla de cerca en ocasión de la muestra efectuada en el MoMa neoyorquino durante la primavera del 2010. La artista está presente verificó la dimensión de tan precaria evidencia.
No es un síntoma aislado, sino un fenómeno generalizado la falta de pasión por el arte del performance por un grueso considerable del personal involucrado en la nomenclatura del arte contemporáneo hecho en Cuba. A pesar de estas incongruencias, la perseverante, glamurosa y demiúrgica Marina Abramovic prometió volver para colaborar en la instrucción performática cubana. Si bien no olvidemos una máxima puntual en la dinámica tercermundista: Lo prometido del primer mundo se torna duda en los últimos.
Uno de los invitados cubanos autores de lo que ningún admirador o detractor imaginaba de ellos fueron Los Carpinteros (Marcos Castillo y Dagoberto Rodríguez). Ellos lograron reinventarse con una intervención pública que sorprendió por su desenfado performático, solución inusual en quienes privilegian el artefacto y la instalación como en Ciudad transportable (1999-2000), Faro tumbado (2006) oShow room (2011). Desde el Paseo del Prado de Neptuno hasta Colón, bailarines vestidos de negro convocaron a la multitud para emprender una enérgica marcha hacia atrás. Conga irreversibleilustró la creencia insular fruto del choteo como válvula de escape donde "hasta el muerto se va de rimba". Esta derivó en sonado homenaje a la inmortalidad del cangrejo, ficción creíble en megaciudades o micro-poblados (del centro y la periferia) que caminan pero no avanzan.
Es increíble palpar cómo una retreta musical y la aprobación del "mayor número" resultaron suficientes para que tantos paseantes (relacionados o no con la Bienal) se unieran al jolgorio por el simple embullo de compartir un trance de euforia colectiva como medio sin pensar en el desencanto como finalidad individual. La irreversibilidad de esta acción repetida como función teatral denota el alcance de un axioma que retrata el imaginario perpetuo de una nación: "Cuba es un país absurdo por exceso y existencialista por defecto". Otra vez el fantasma de Kafka merodeaba a su aire por la inquieta Habana.
No importa que esta conga no condujera a nada. ¿A quién le importaba el motivo esencial de su razón de ser? Era el placer de invadir las calles lo que aseguraba la calidez inmediata de un "gesto espontáneo" donde no había ron ni cerveza, para obsequiarle una merecida recompensa a quienes desafiaron el "vaporde la tarde" para darle vida a una conga imprevista que el público gozó sin entenderla.
Detrás del muro consistía en la quimera de intervenir el Malecón habanero, patrimonio de la humanidad al estricto cuidado de la Oficina del Historiador de la Ciudad. Esta refrescante curaduría de Juan Delgado pronto se convirtió en un reto mucho antes de la Bienal. Sin embargo, un cúmulo de obstáculos burocráticos, desavenencias institucionales e inconvenientes disímiles conspiró para que varios proyectos sucumbieran en el lapso del montaje o debieran permanecer en las gavetas de los artistas como le ocurrió a Carlos Montes de Oca y Jorge Wellesley. Incluso, no faltó el terco libretazo de un consagrado que saturó de retórica iconográfica uno de los prolongados tramos vacantes en el litoral.
En pleno trayecto inaugural, cualquier espectador se percataría de que el Malecón habanero es un espacio curatorialmente indomable. Si a ello le agregamos la notable separación entre una pieza y otra concluimos que, finalmente, todo resultó una suma de obstáculos vulnerables e imposibles. Estos contrastes no impidieron que pudieran salvarse un espejo que reflejaba el horizonte frente al espectador de espaldas al mar de Rachel Valdés, el racimo de globos negros con una estrella marina colgante (¿muerta, oculta?) resucitando mediante un vuelo entre cielo y tierra de Fidel Ernesto Álvarez o la cerca perforada por un avión-metáfora (a escala simbólica formal y alegórica) con rumbo incierto concebida por Arlés del Río.
En su rol como alternativa curatorial de apoyo, detrás del muro fue otra escala del recorrido instalativo que Rafael Villares comenzó en La Cabaña: un paisaje itinerante "asentado" en un particular situacionismo lírico, abierta toma de posición hacia un rescate del arte poético vapuleado por fundamentalistas posconceptuales del mainstream. De igual forma, el agónico proyecto vio erigirse la Fe como letrero reciclado de una ruina arquitectónica emplazada por Adonis Flores. Por lo visto, el gesto propiciador de una restauración povera tuvo que sumergirse entre los escombros de una chatarrería, para levantar la palabra crucial agazapada en la soledad de la conciencia de creyentes y escépticos, incapaces de renunciar al compromiso individual o colectivo, espiritual o profano. Tanta dureza matérica era proporcional a la implacable desilusión cotidiana. La fe como virtualidad humanista diseñada para recalar en el centro de la nada. Atractiva réplica de una interminable cadena de pretextos, siempre dispuesta a justificar sus abandonos en nombre de las memorias cautelosas del subdesarrollo histriónico.
La Bienal de La Habana también funciona como plataforma para que ciertas propuestas adquieran visibilidad en un contexto idóneo para sacudir la morosidad del público snob y los entendidos en materia de arte contemporáneo. En este punto de arrancada en falso, se inscribe la animación Carrera de relevos (2010) de Sandra Ramos. Con este video retro L.P.V (listos para vencer), la artista persiguió sintetizar esa mezcla ambigua de sobrevivencia, dependencia y autonomía característica de nuestro devenir político.
De esta forma, una cuarteta de velocistas caricaturescos (Colón, el tío Sam, Lenin, el Bobo de Abela y un desgarbado quijote moderno que resbala y cae en la pista) se entregan el batón hasta quedar éste suspendido en el aire, mientras una pionerita ejemplar (alter ego precoz de la artista) espera atraparlo y llegar triunfante a la meta-orgullo-esperanza de su generación. El enigma de esta final histórica radica en quienes son los rivales que enfrentan los más adelantados. En todo caso, tal fue la desesperación por mantenerse invictos que acaban siendo descalificados por el juez del presente: esa esperanza del futuro que no reconoce en el pasado nada que compense la disfuncionalidad política del aquí y ahora, tan inclemente como la eternidad y un día de la existencia humana.
La isla que se repite y su perspectiva posfuturista constituyen una de las claves de esta sátira a los destinos de un viejo nacionalismo, ansioso de evitar pasarle el batón autóctono a una fuerza política o económica exterior que lo obligue a contraer deudas ideológicas o financieras impagables. Aquí la obediente pionera (detenida en el tiempo de su inocencia) soltó la maleta y echó a correr en busca de lo inalcanzable como épica salvación. Viernes dieciocho de mayo. Frente del Teatro Amadeo Roldán. Proyección en alta definición con 6 kw de sonido. Casi nadie presenció la intervención pública del artista canadiense Emmanuel Sévigny. Apenas despertó la atención de unos vecinos curiosos. Estos se deleitaron con los estruendos o derrumbes virtuales que solo golpeaban la mente del espectador sin causar preocupación alguna. Miraban sin ver para luego olvidar.
Todo parece que se va a desplomar. Todo ofrece la impresión de que solo resta un parpadeo vertiginoso para ser un recuerdo. Falsa alarma. Todo permanece intacto cuando terminan de incrustarse las imágenes en la pared del céntrico y custodiado teatro. Por suerte, Sévigny no cayó en la trampa del turista ingenuo que se asombra con esa magia única de la resistencia tropical soportando el vaivén de los tiempos difíciles.
El sonido del viento (2012) es el resultado de un previo trabajo de rastreo en la arquitectura de estática peligrosa natural de la Habana Vieja. La cuestión era recrear con una mímica danzaria expresionista el trasiego oculto en el temor a yacer aplastado por el hormigón, diluido en el barullo fogoso de la espera como tortura perfecta que no mata ni deja vivir. Esta pieza de Sévigny traduce a modo de sombras chinescas fragmentos de ese drama interior que debemos ver para creer en su totalidad imposible.
¿Qué nos trajo la Oncena Bienal de La Habana? Casi todos los ingredientes sublimes y ridículos posibles de abarcar por una cita multidisciplinaria denostada y añorada por infinitas razones. Un coleccionismo de gama alta (CIFO: Una mirada múltiple de Ella Fontanals-Cisneros) útil para una tentativa de neutralizar esa cultura de catálogo que padecemos hasta la médula. Reliquias de la mitología visual cubana procurando reinventarse al precio pseudoperformático que sea necesario como el nudista pictórico Manuel Mendive. Un concierto de hip hop underground cubano titulado Créeme (sin Los Aldeanos) en moderado tono patriótico conciliador, que defraudó a las oscuras cabezas negadoras. La opción de transgredir sin reticencias el paisaje tradicional en una curaduría de Elvia Rosa Castro: burla de etéreo cinismo a la parásita rentabilidad genérica.
Más allá de sus luces y sombras, la Bienal nos dejó una sensación amarga: el puñado de valiosos artistas cubanos jóvenes que no desataron la motivación por adentrarnos en la tríada operatoria-poética-estrategia con una imperiosa sed cuestionadora. Esa fue la carencia más preocupante de la Oncena Bienal de La Habana. ¿Será que exigimos demasiada pregnancia (efecto de imantación o permanencia mental) a creadores todavía emergentes cuya obra apenas comienza a madurar? Cuánto reconfortaría que estos mismos artistas desafíen con éxito los guiños manipuladores de productores visuales de experiencia y astucia en el arte de llegar a la gente, para beneplácito de quienes apuestan porque la Bienal de La Habana mantenga un escaño de privilegio en boca de las buenas y las malas lenguas de aquí o de allá.
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