En un texto titulado "Pecados Originales" del fotógrafo Joan Fontcuberta incluído en su libro El Beso de Judas [1]. Fontcuberta establece una serie de relaciones que parten de una experiencia de viaje. Durante la celebración judía del Sukkot, frente al Muro de las Lamentaciones, un guardia le prohíbe tomar fotografías. A pesar de que él no tenía intenciones de tomarlas, siente curiosidad por la prohibición y concluye que más que imágenes, lo que colecciona son motivos por los que se prohíbe fotografiar. Lo interesante en este caso es que la restricción no se debía a razones de seguridad o conservación como sucede en los museos, sino a una cuestión religiosa y de fe: está prohibido tomar fotografías porque es pecado.
Al contrario de lo que debiera ser la prohibición, que tiene como objeto evitar una acción, para algunos resulta atractiva y sugerente. Tras las normas, reglamentaciones y restricciones, existe un mundo desconocido que nos invita a la transgresión. Hoy, los transgresores, se enfrentan con un nuevo recurso abierto y adictivo, ya que no hay mejor lugar para quebrantar las normas, no hay mejor sitio para pecar, que el "espacio virtual".
Una de las primeras narraciones de ciencia ficción donde la historia principal se desenvuelve completamente en una "realidad virtual", fue la novela Neuromante de William Gibson, publicada en 1984. Gibson acuñó el término Ciberespacio (Cyberspace) para definir un mundo creado totalmente por una computadora; unos años más tarde, los usuarios del recién nacido Internet, lo adoptaron para definir la nueva dimensión de esta red mundial, quizá un tanto erróneamente, ya que el autor se refería a la re-creación de una realidad en 3D y en tiempo real, cosa que no sucede en Internet (o al menos todavía no).
Sin embargo, ese ciberespacio de la WWW se manifestaba ya como una metáfora de la viday de un mundo virtual de inauditas proporciones; dio lugar para la creación de nuevas formas de reconocimiento y encuentros entre las personas, comunidades y grupos, intercambio de información y nuevas identidades para la interacción con los otros. El uso de la red abrió una vía de comunicación inmediata que nos permitió el acceso a millones de bytes de información y rompió con las fronteras y limitaciones geográficas.
Hoy en día, el problema es distinguir la línea de identificación cultural. Ya no hablamos de territorios geográficos, sino de identidades culturales. La cibercultura es una caracterización de la instrumentación de estas expresiones. El debate de identidad se concentra en el desarrollo de discursos críticos que abordan la transculturización de ideas y la comunicación global e instantánea.
Así, el espacio virtual devino en un campo abierto para experimentar, crear y transformar la propia identidad. Un espacio donde sí caben los locos, los genios, los inadaptados, los artistas y los rechazados, los buenos y los malos. Este espacio de aparente libertad y aparente falta de censura despertó en los "transgresores" una inmediata adicción a la nueva tecnología.
Pero no hay que ser un loco, un artista o un pecador para caer en la tentación; la era digital está invadiéndolo todo. Le ha dado un vuelco a nuestras vidas y tras la experiencia de la 'era de la pandemia' ya no podemos sobrevivir sin ella. Sabemos que ya no hay marcha atrás, al igual que cuando el automóvil desplazó a las carretas y la máquina de escribir se hizo indispensable hasta para la presentación de un trabajo escolar; la computadora, que le abrió el camino a los teléfonos inteligentes son casi una extensión de nuestro cuerpo e incluso hasta de nuestras pasiones y pecados. Y si hablamos de pecados, hay que empezar por los capitales.
Entre los pecados capitales, es posible que el más tolerado sea la gula. Es obvio que comer es indispensable para sobrevivir y además implica una serie de rituales de socialización, seducción y hasta de trabajo necesarios en la vida. Por tanto, comer no es un pecado, pero sí lo es "comer a descuello" como decía mi abuela. A partir de esto podríamos pensar que el pecado no es el acto en sí de ingerir alimentos, sino el exceso. Y en el caso de la tecnología, sufrimos de gula visual. Nos hemos convertido en adictos visuales que, al igual que el pecador que no puede detener el deseo de seguir comiendo, perseguimos las imágenes para satisfacer esa inagotable hambre visual.
Y actualmente esa gula ya no solo se limita al consumo de imágenes, ahora tenemos los teléfonos con los que capturamos cada momento de nuestras vidas. Y así, contamos con un menú de cientos de miles de imágenes guardadas en dispositivos, móviles y en la nube que están esperando para ser devoradas por nuestras insaciables miradas.
El punto crítico de este asunto quizá no sean las imágenes por sí mismas, sino el acceso instantáneo, aún de lo que se ha prohibido y censurado.
¿Qué hubiera pensado Daguerre, famoso inventor del daguerrotipo, que un día iba a ser posible no sólo capturar la realidad en una imagen sino llevarla a los ojos de millones de personas en tan sólo unos segundos? y no sólo eso, sino que además, esas multitudes entrarían en estados de éxtasis visual por ver más y más y más… Esto, es gula.
Pero la gula visual no puede satisfacerse por sí sola, en el terreno de la tecnología digital si queremos ver más, necesitamos tener más. Sí, las nuevas tecnologías nos han llevado hacia el consumo inevitable de aparatos, máquinas, software, hardware y quién sabe cuantas artimañas más. El hombre del siglo XXI representa con éxito el papel del obsesionado por las posesiones; la acción de acumular es una de las actividades favoritas de nuestros tiempos.
Timothy Leary, psicólogo, pensador y un revolucionario de la conciencia, descubrió que las computadoras eran bastante similares al LSD. Leary había estudiado el cambio de comportamiento y reacciones de la mente, provocados por el uso de narcóticos (LSD, heroína, etc.) y desde los inicios de los años 70, se sentía fascinado con la idea de que el cerebro humano funcionaba como una computadora. Hacia 1983, tras adquirir su primera computadora personal, Leary manifestó que estas máquinas actúan mucho mejor que cualquier "droga mágica" para transformar las percepciones del cerebro.
Usar una computadora es la cosa más subversiva que he hecho [...] las computadoras son mucho más adictivas que la propia heroína. Las personas necesitamos de un incentivo "externo" para activar, encender y cambiar los discos de nuestras mentes. En los años 60 necesitábamos el LSD para expandir nuestra realidad y examinar los estereotipos. Hoy, con la computadora a manera de nuestro espejo, es posible que ya no necesitemos más del LSD. [2]
Las imágenes digitales, la realidad virtual y la manipulación de lo real a través de la tecnología nos ha dado más que el poder de manipulación, es un poder casi divino: crear lo inexistente. A manera de dioses, actualmente cualquiera que tenga un teléfono, captura una imagen y la transforma, retoca o retuerce (para bien o para mal) inventando realidades que no existen; creadores de su propio paraíso: "crean al hombre (o a la mujer, para no ser políticamente incorrecta) a su imagen y semejanza". Hace no muchos años, cuando veíamos una fotografía, creíamos estar frente a la imagen de algo "real". La fotografía nace con ese espíritu de captación de lo que era "tal cual era". Si se quería inventar o interpretar, para eso estaba la pintura… la fotografía, en cambio, era la recuperación exacta de un instante, de algo que había sucedido, de algo "verdadero".
Hoy sabemos que esto no es así, cualquier persona con un poco de habilidad y buena tecnología puede transformar una fotografía a su gusto. Pero lo cierto, es que la fotografía, desde sus orígenes, tenía ese poder de proyección de lo que procede de nosotros mismos y que no está contenido necesariamente en la escena fotografiada. Aún sin computadoras, muchos fotógrafos se dedicaron a manipular los escenarios y las imágenes para hacernos ver algo que no estaba o que no era.
Contrario a la creencia del dicho popular "la cámara no miente", mentir ha sido siempre una facultad de la fotografía. Alfred Stieglitz, uno de los pioneros de la fotografía artística (por tratar de clasificarlo de alguna manera) a principios del siglo XX afirmaba contundentemente que el mérito singular de la fotografía [a diferencia de la pintura] era que podía registrar el mundo directamente. Mientras tanto, George Bernard Shaw con esa genial capacidad interpretativa y satírica, estaba convencido que la cámara acabaría por vencer completamente al lápiz y al pincel como representación artística. Durante más de un siglo los pintores y fotógrafos se pelearían por defender su propio territorio en el campo del arte. Hoy parece que Shaw no estaba tan equivocado.
¿Será que la manipulación de esta realidad nos lleva a cuestionar nuestras carencias, defectos y debilidades? O más bien nos hemos empeñado en transformar la realidad y tratamos de engañar, ocultando lo "verdadero". Aristóteles decía que los soberbios son necios porque se empeñan en engañarse a sí mismos. Lo cierto es que, al parecer, la soberbia del ser humano es inagotable. Vivimos inmersos en un total antropocentrismo, donde el hombre es la medida de todas las cosas. Pero como la realidad no nos da los elementos suficientes para sentirnos sus creadores, como la realidad nos es insuficiente para sentirnos poderosos, entonces, la transformamos con el photoshop.
Desde tiempos muy remotos, la envidia ha sido representada como una vieja mujer con la mirada doliente, de cuerpo delgado y tez pálida, rodeada por serpientes y abrazando un tesoro. La envidia nace, según dicen, cuando nos damos cuenta de que no tenemos lo que el otro tiene, pero no solo queremos eso que tiene el otro, lo que queremos es que el otro deje de tener lo que tiene.
Así, la envidia surge de la confrontación de la idea que tenemos de nosotros mismos en comparación a la imagen que tenemos del Otro. ¿Cómo entonces no vamos a sentir envidia en un mundo que constantemente nos bombardea con imágenes de lo que no somos, de lo que no tenemos y no vamos a poder tener? La publicidad se ha encargado de hacernos sentir que siempre nos falta algo. La idea de belleza, de bienestar, de decencia, de diversión, de absolutamente todo, está siendo manejada por los medios masivos convirtiéndonos en seres incompletos, miserables y envidiosos.
Pero, si somos tan miserables, si la publicidad y los miles de videos, posts, reels, stories y demás basuras que vemos a diario en las redes sociales, de verdad nos desagradan, ¿porqué las toleramos? Sócrates decía que con la tragedia el espectador "llora a la par que goza" y más aun, "el envidioso se va a revelar gozando con las desgracias ajenas". Ciertamente hay un vínculo estrecho entre el dolor, el mal y la ignorancia; y esta última es un mal que conduce al engaño. La envidia, entonces, es el resultado de la ignorancia, por tanto, el envidioso vive bajo el engaño. Sócrates advierte que esta ignorancia puede devenir tanto en envidia como en ridículo; y hoy, basta asomarse al insoportable Tik Tok para comprobarlo.
Ahora bien, ¿qué sucede cuando nos damos cuenta del engaño?, ¿qué sucede cuando nos sentimos defraudados y reconocemos que una imagen nos ha traicionado, que alguien ha manipulado la imagen o la información para hacernos creer en algo que no es real?
Séneca consideró la ira como la más enloquecida de las emociones y de la que menos control tenemos. Según el filósofo la ira aparece cuando hay disparidad entre lo real, lo que verdaderamente es y la idea que nos hemos forjado sobre el mundo. La gente se enfada porque tiene demasiadas esperanzas. El mundo es en realidad predecible, las desgracias suceden siempre y el mal está por todas partes, el problema surge cuando tenemos expectativas demasiado positivas con respecto a lo que va a suceder y creemos que las cosas verdaderamente pueden ser mejores. Al confrontar nuestras ideas con una realidad violenta, deshumanizada y hostil; entonces nos consume la ira.
Pues bien, antes de entrar en un ataque de cólera o demandar al estafador, hay que reconocer que el engaño no sólo está en la publicidad, en la fotografía o es el resultado de la alta tecnología digital. Es posible que el engaño esté en nuestra propia mente.
En una investigación realizada en la Universidad de Ohio, uno de los médicos [3] afirmó que los datos e imágenes almacenados como recuerdos, posiblemente son objeto de falsas memorias. Según él, "las personas son susceptibles de tener recuerdos verbales o imágenes visuales falsos". Su investigación tenía como objetivo reconocer si existe la capacidad para provocar recuerdos falsos más allá del sistema verbal, es decir, si también es afectada la memoria visual, incluso cuando las imágenes no fuesen verbalizadas. Los resultados siguen siendo aún bastante inconclusos, pero lo cierto es que durante las investigaciones encontraron que una gran cantidad de los recuerdos que tenemos no son reales. Muchas de las imágenes que los sujetos describían con una gran exactitud, en realidad nunca las habían visto. Es decir, eran fabricaciones que la mente había creado a partir de anécdotas, otras imágenes o reconstrucciones de situaciones aisladas.
Poco a poco nos vamos dando cuenta de que el engaño y la falsificación son parte inevitable de la vida. Fontcuberta acierta cuando expresa que la fotografía es el "falso afecto vendido por treinta monedas".
El problema es cuando nos damos cuenta de la mentira, reconocemos la falsa publicidad, los trucos de la fotografía, y hasta los engaños de nuestra propia memoria… quizá sí es razón suficiente para encolerizarnos.
Pero no necesitamos ser virtuosos para librarnos de los pecados capitales, ellos mismos entre sí, son su propio antídoto: contra la ira, la pereza. Aceptar el engaño no resulta tan difícil si nos da pereza combatir un mal que es inevitable. Nos vemos desbordados por este gran flujo de información que ni asimilamos, ni procesamos. Inmersos entre la cultura basura, y la saturación visual terminamos por sentir ese vacío emocional que Lipovetsky describe casi desconsoladamente en su obra "La era del vacío" [4]. Esta indiferencia, esta pereza del hombre de no aferrarse a nada, de no comprometerse, no pensar y donde nada le sorprende ni emociona, deviene en una anemia emocional que nos deja agotados.
Y parecería que es aquí donde la tecnología digital aparece como antídoto. Nos ofrece experiencias inmediatas sin tener que movernos de la silla, la realidad virtual se apodera de nuestra verdadera realidad, la transforma, la engaña, la modifica y poco a poco caemos en las garras de la evasión en un lugar donde no hay que hacer ningún esfuerzo.
En un acto de hedonismo puro nos aferramos a la tecnología de los simuladores para evadirnos de un mundo violento y caótico; carente de valores y expectativas. Habitamos realidades donde no pasa nada, pues si me muero, aún me quedan tres, o más vidas para gastar.
He dejado la lujuria al final porque es la más atractiva (el viejo truco de presentar lo más jugoso hasta el último). No hay que hacer muchas investigaciones para reconocer que después de la guerra, la pornografía es el motor que ha permitido la evolución del Internet. Fue la pornografía la que motivó la creación de "transacciones seguras" para hacer pagos en línea, fue la pornografía la que causó el bombardeo de ventanas y banners publicitarios, y ha sido también la que inventó la forma de saturar nuestros correos electrónicos de porquerías no deseadas.
Y sigue siendo lo que más se consume. Buscadores como Google y Yahoo han mostrado en sus listas de las palabras más buscadas por los usuarios de Internet (y hablamos de usuarios de todos lados y todas las lenguas), los primeros 20 ó 30 lugares los ocupan palabras relacionadas con sexo.
La tecnología digital ha sido la herramienta por excelencia que ha permitido que la imagen del deseo sea llevada a la pantalla (de cualquier tipo y cualquier tamaño) y si hablamos de realidades virtuales, estas imágenes han llegado ya a la tercera dimensión. En los programas favoritos de los niños allá pos los años 70, veíamos esos programas japoneses donde enormes monstruos arrasaban cada semana la ciudad de Tokio, y a leguas distinguóamos el enorme disfraz de plástico de Godzilla, o esas maquetas de cartón que pisaba Ultraman. En cambio hoy sucede lo contrario, nuestros ojos ven algo que parece completamente real mientras nuestra mente nos convence de que los dinosaurios de Jurassic Park o el horroroso Alien, son sólo un efecto de la tecnología. La obsesión por la imagen nos ha trastornado y perturbado al grado que ya es difícil reconocer lo real de lo imaginario.
Pecamos de hambre visual, de avaricia y envidia, pero lo cierto es que la lujuria predomina sobre todos los pecados. La película Final Fantasy fue el primer ejemplo ya-casi-convincente de recreación en 3D de una chica guapa y sexy que despertó en el público un enorme deseo de satisfacer su impulso visual y así fue como Aki Ross no tardó en aparecer desnuda en un concurrido sitio llamado "Famous and Naked". Al parecer, la tarea de percepción, como lo menciona el filósofo Eduardo Subirats, está siendo arrebatada y suplantada por la producción técnica de la realidad en sí.
En cualquiera de sus formas, los pecados de la tecnología apenas comienzan. Y sean como pecado, como virtud o como resultado de un proceso, la tecnología digital parece girar en la disyuntiva de seguir buscando o cuestionando, según el caso, la utopía del mundo perfecto mientras habitamos la pesadilla del caos y la búsqueda conflictiva de una nueva identidad, más incorpórea, más virtual y mucho menos política.
Notas
Entonces... ¿qué te pareció?
Comenta, sugiere, disiente... nos gustará mucho escuchar tu opinión.
Contacto