Ninfas y diosas de estirpe carmesí

Mauricio Cervantes*

Septiembre, 2020

Es escasa la información sobre las diosas menstruales, al menos si se busca en internet. A ellas dediqué una zaga pictórica para mi exposición en 2012 en la Galería Heskin, de Nueva York. La serie honra la sangre femenina y sus distintos ciclos –desde la menarquia hasta la menopausia–. En muchas tradiciones antiguas estuvieron vinculadas a la fertilidad y a la sabiduría.


El primer relato que escuché sobre la sacralización de estos procesos de vida fue en 2011, en una ceremonia doméstica en la que grupos religiosos de India de diferentes denominaciones se reunieron para cantar Los 1,000 nombres de la Diosa. Fui invitado a la ceremonia por Sreedevi K. Bringi –en esa época– maestra de estudios yóguicos, hinduismo y sánscrito en la Universidad de Naropa, en Boulder, Colorado. Después de transportarnos a templos remotos o palacios de marajás merced a las exquisitas viandas que nos convidaron, una sacerdotisa me habló del honor reservado en Nepal a aquellas veneradas figuras.


En mi serie pictórica, las mujeres que aluden a las diosas menstruales se recortan en siluetas rojas sobre fondos con impresos de textos de caligrafías diversas que, entre otros, encontré en un tratado alquímico. Conozco las fuentes de todos esos textos, con excepción de uno que seleccioné por su sola belleza caligráfica, de tal modo que por un tiempo me embargó el temor de que fuera alguna receta de cocina o algo más banal, que lo alejara de mi propósito de honrar expresiones sagradas.


Fue conmovedor recibir en una carta la traducción del texto, hecha por Sreedevi, la devota de la tradición hinduista cuyos padres sembraran las semillas que un día conformarían una activa comunidad religiosa en Fort Collins, en Colorado:


"Parece ser una sección de los Vedas,
quizá el Rig Veda, escrito hacia el 1,500 -o antes-
transmitido oralmente y de forma infalible de maestros a discípulos.
¡Con qué gusto lo cantaría y recitaría para ti,
de modo que recibieras las enseñanzas que emana!
La sección del himno védico comienza invocando al Señor Ganesha,
el Removedor de Obstáculos.

El resto del verso honra todos los aspectos del FUEGO:
la divinidad del fuego Agni y sus atributos.

Bendita sea la ofrenda divina: la Luz Divina que atestigua toda transformación".

El móvil para pintar los cuadros cobró mayor sentido después de asimilar lo que Sreedevi escribiera sobre el fuego, como energía primordial tanto para los procesos alquímicos como para los de la sangre en las mujeres.


Fueron tantas las historias que recabé sobre los vestigios de las sociedades matriarcales, que me resultó imposible interpretarlos con pintura. Por eso acudí a Jorge Pech Casanova, quien los vació con maestría en el libro que edité para Abluciones y bañistas, la serie creada para la exposición de Nueva York.


Transcribo de Pech, del texto que él nombrara Fastos de efusión:

"Puede ocurrir en algún pueblo recóndito de Pakistán, India o Turquía: siete niñas que tras corretear por el descampado buscan refugio del sol, se introducen en un recinto que parece una cueva por su oscuridad, guarecida de matorrales y hierbas que, a la vez que ocultan cuanto recubren, van derruyendo la elevación donde se obstinan en sobrevivir. Vagamente les parece ese antro, a las niñas, algo que no ha erigido la naturaleza sino un poder menos rotundo, más misterioso. Con risas y gritos las niñas celebran su intrusión hasta que la oscuridad y el olor a humedad las impele a silenciarse: su temeridad se va transformando en aventura conforme dejan atrás la luz y perturban el interior donde nadie ha puesto pie en quién sabe cuánto tiempo. Ninguna de las niñas recuerda haber estado antes en este pasaje.


Adelante el suelo parece extrañamente parejo, si bien crecen a trechos hierbas y plantas. Los muros no son como los de otras cuevas que las niñas han visto, ostentan una regularidad de formas que las exploradoras recuerdan de otros momentos de su vida... Como en los templos, dice una, antes de que el silencio de las demás la acalle. La luz se filtra allá arriba, entre las ramas de los árboles y los derruidos paredones; esa iluminación permite entrever el camino, aunque las sombras aumentan, acometen las miradas que se empeñan en elucidar este curioso escondrijo. Y de pronto surge en el piso, cubierto de tierra y hojarasca marchita desde hace mucho, un fragmento de inesperada figuración: parte de una forma humana. Las niñas se quedan observando y reconstruyendo lo que el diseño permite adivinar: un brazo, parte de un torso, la insinuación de una cabellera... ¡Una mujer!, dicen al mismo tiempo tres de las descubridoras. Al examinar la pared, que ahora saben construida por personas como ellas, aparece otra escultura quebrada, que antes celebró también una sinuosa forma femenina. Y alrededor adivinan los restos de más figuras, también de mujeres. Las niñas se detienen cuando la sombra es demasiado densa para continuar por la prodigiosa cavidad.


Cuando las niñas retornan de su descenso por ese recinto, saben que han recuperado un antiguo monumento para la fascinación de todos. Lo que ignoran, y les será comunicado más tarde por nuevos exploradores, es que han reabierto el acceso a un antiguo baño donde niñas como ellas, y muchachas y mujeres mayores, se congregaron por cientos hace milenios para regocijarse en su femineidad, para purificarse y para celebrar entre todas la experiencia de lo sagrado. En estos gineceos bulliciosos el flujo mensual de los cuerpos femeninos era venerado y su potencia energética ofrecida como renovación del vínculo con las divinidades, aprovechando el correr de las aguas fluviales por los vericuetos del balneario.


No es difícil imaginar que este culto fuese celebrado hace tres milenios en ciudades como Mohenjo-Daro y Harappa, en el valle del Indo, donde grandes baños han sido desenterrados por los arqueólogos. Y así debió de suceder en culturas posteriores, como la hindú, la griega, la romana y la árabe, hasta que las proscripciones en torno al cuerpo, impuestas por culturas represivas, convirtieron el ritual del baño en un acto reservado al confinamiento. Después de ser tenidas las abluciones como fastos, pasaron a considerarse como expiación del pecado, por ser la humanidad carne y pasión."

Para recordar aquellos baños, en 2016 concebí al lado de la coreógrafa Tania Galindo el ballet multimedia El patio de las ninfas rojas. Además de Tania y media docena de músicos y actores, fue capital la colaboración de la artista circense Jennifer Zeerover. La inspiración para escribir el guion la encontré en la urgente necesidad de quienes empeñan su pasión por preservar a las abejas. Como muchas especies, se ven afectadas por el sobrecalentamiento global. Para el vestuario partimos de la pintura con la que se ataviaban los onas o selknam de Chile y Argentina, una milenaria civilización que se extinguiría con la muerte de la última mujer ona en 1966. Las mujeres ona tuvieron la responsabilidad de mantener siempre vivo el fuego para calentarse y recibir a los hombres de sus cacerías. Aunque Magallanes no tuvo contacto con aquella civilización, es –presumiblemente– por la multitud de columnas de humo de las hogueras que divisó a lo lejos, que se bautizara ese rincón del mundo como "Tierra de Humos", nombre que derivaría hacia "Tierra del Fuego". Pintaríamos los motivos onas con achiote rojo sobre la piel blanqueada de las bailarinas. El rojo del rubedo alquímico evocaría la estirpe extinta al igual que la sangre y la fertilidad.


En ese tiempo, leí por primera vez una lista hecha por la bióloga Noemi Arnold con más de 150 nombres comunes de abejas sin aguijón en 9 lenguas distintas habladas en Oaxaca. Cualquier acto que rinda honor a las lenguas originarias abre un umbral para la comprensión de las infinitas versiones del mundo, de sus ciclos y transmutaciones. El pasado 3 de agosto, se celebró el Día Mundial del Sánscrito. Las abejas no se extinguirán mientras prevalezca la diversidad de voces que las nombran.


Agosto 13 de 2020
* Artista visual. Premio al Mérito Ecológico de la Semarnat 2017.
cervantesmauricio@gmail.com


Fotografías de ©Eva Lepiz y ©Daniel Molina

Sobre el Autor

Mauricio Cervantes (CDMX, 1965). Durante las primeras décadas de su producción artística se concentró exclusivamente en la obra de caballete. La pintura fue permeando otras expresiones hasta culminar en sus complejos escultóricos de tierra cruda, erigidos con procesos de la arquitectura vernácula. Interactúa con cómplices de variadas disciplinas, siendo permacultores, bio-constructores y ambientalistas sus asesores más socorridos. A partir de 2012 todos sus proyectos giran en torno a fenómenos de agendas medioambientales. Galardonado en varias ocasiones por el FONCA, cuenta también en su haber con un reconocimiento del INBA y el Premio al Mérito Ecológico de la Semarnat. Rubrica sus colaboraciones artísticas con el sello de Matria Jardín Arterapéutico.

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